el tamiz

Eileen Agar: Danza de paz (1945)

La necesidad de la poesía tiene que ser postulada una y otra vez, pero solo ante quienes tienen razones para temer su poder o aquellos que todavía creen que el lenguaje es «solo palabras» y que un viejo lenguaje es suficientemente bueno para las descripciones del mundo que estamos tratando de transformar.
Para muchas mujeres, las palabras más comunes están siendo cuidadosamente pasadas por el tamiz, rechazadas algunas, otras puestas a un lado por un largo tiempo, o vueltas hacia la luz buscándoles nuevos colores y chispas de su significado: poder, amor, control, violencia, política, personal, privado, amistad, comunidad, sexual, trabajo, dolor, placer, existencia, integridad… Cuando aguda y perturbadoramente nos volvemos conscientes del lenguaje que estamos utilizando y que nos utiliza, estamos empezando a capturar unos recursos materiales que jamás antes las mujeres habíamos tratado colectivamente de volver a poseer (aunque fuésemos sus inventoras, y aunque individualmente escritoras como Dickinson, Woolf, Stein, H.D., se hayan acercado al lenguaje como a un poder transformador). El lenguaje es tan real, tan tangible en nuestras vidas como lo son las calles, las tuberías, los conmutadores, las microondas, la radiactividad, los laboratorios clínicos o las centrales nucleares. Hipotéticamente podríamos poseer todos los recursos tecnológicos reconocidos en el continente norteamericano, pero mientras nuestro lenguaje sea inadecuado, nuestra visión permanecerá incompleta, nuestros pensamientos y sentimientos seguirán corriendo por los viejos canales y nuestro proceso podrá ser «revolucionario» pero no transformador.

(…)

Adrienne Rich: Poder y peligro: tareas de una mujer común. 1977′, en Sobre mentiras, secretos y silencios, horas y HORAS editorial, Madrid, Trad. de Margarita Dalton, 2010, pp.359-360

un jardín

Otto Steinert: La Comtesse de Fleury (1952)

Todos tenemos un jardín oculto,
un pequeño parterre transeúnte
que nadie aceptaría como tal
salvo los que lo cuidan y mantienen.

Todos tenemos una tierra propia,
una pequeña huerta clandestina
en la que crecen flores bien extrañas,
extrañas para aquellos que no saben,
que no pueden saber lo bien que huelen
o cómo se enderezan sus corolas
cuando las baña el sol de la nostalgia
o las riegan las lluvias del consuelo.

Todos tenemos un jardín secreto
sembrado de dedales, cartas, libros,
caleidoscopios, cuentos, viejas fotos,
playas, reclinatorios, parameras…
Nadie diría que esto es un jardín
salvo aquellos que viven para cultivarlo,
para cambiar de sitio los cuadernos
y darle cuerda a los relojes viejos.

Sin embargo, resulta muy difícil
procurar que el jardín no se marchite,
darle el riego preciso a cada planta,
saber las que requieren sol
y las que son de sombra,
no dejar que se nublen los retratos,
abrir los libros y orear sus páginas
para que los recuerdos no se sequen
como si fueran hojas de eucaliptus.

Es difícil el arte de la jardinería.

Francisca Aguirre: de Transparencias, en Ensayo general. Poesía reunida (1966-2017), Calambur, Barcelona, 2018, pp.399-340

tan peligroso

Otto Steinert: Claude (1952)

EL HOMBRE, LOS VIAJES

El hombre, animal de la Tierra tan pequeño
se aburre en la Tierra
lugar de mucha miseria y escasa diversión,
hace un cohete, una cápsula, un módulo
alcanza la Luna
baja cauteloso en la Luna
pisa en la Luna
planta una bandera en la Luna
prueba la Luna
coloniza la Luna
civiliza la Luna
humaniza la Luna
Luna humanizada: igual que la Tierra.
Se aburre el hombre de la Luna.

Vamos a Marte, ordena a sus máquinas.
Obedecen. El hombre baja en Marte
pisa en Marte
prueba
coloniza
civiliza
humaniza Marte con ingenio y arte.

Marte humanizado, qué lugar cuadrado.
¿Vamos a otra parte?
Claro -dice el ingenio
sofisticado y dócil.
Vamos a Venus.
El hombre pone su pie en Venus,
ve lo visto – ¿es esto?
ídem
ídem
ídem.

Al hombre se le funde el cerebro si no va a Júpiter
a proclamar justicia e injusticia
repetir la fosa
repetir lo inquieto
repetitivo.

Otros planetas quedan para otras colonias.
Todo el espacio gira en torno a la Tierra.
Llega el hombre al Sol ¿o da una vuelta
solo para telever?
No se ve que él inventa
ropa insiderable para vivir en el Sol.
Pone el pie y:
pero qué aburrido es el Sol, falso toro
español domado.

Quedan aún otros sistemas fuera
de lo solar por colonizar.
Cuando acaben todos
solo queda el hombre
(¿estará equipado?)
para el difícil tan peligroso viaje
de sí a sí mismo:
poner el pie en el suelo
de su corazón
probar
colonizar
civilizar
humanizar
al hombre
descubriendo en sus propias inexploradas entrañas
la perenne, insospechada alegría
de con-vivir.

Carlos Drummond de Andrade: Itabira (Antología), Visor, Madrid, Trad. de Pablo del Barco, 1989, pp.173-177

figuras

Linder Sterling: She’s too much for my mirror (1979)

EJEMPLO

Primero, descompongo la figura.
Segundo, petrifico sus elementos en el aire.
Tercero, nombro esos elementos
que al palparlos se esfuman.

Pero nunca serán suficientes
estas palabras que no sangran,
este poema que no sangra,
esta mano que al cortarla con un hacha
se queda saltando como un pez
en el fregadero.

Tan vacías son las figuras que me rodean.
Tan alucinante el concepto.

Frank Báez: Jarrón y otros poemas, Cielonaranja Ediciones, 2013, p. 18

una piedra

André Kertész: Paul Arma’s Hands (1928)

EN MEDIO DEL CAMINO

En medio del camino había una piedra
había una piedra en medio del camino
había una piedra
en medio del camino había una piedra.

Nunca me olvidaré del acontecimiento
en la vida de mis retinas tan cansadas.
Nunca me olvidaré que en medio del camino
había una piedra
había una piedra en medio del camino
en medio del camino había una piedra.

*

NO MEIO DO CAMINHO

No meio do caminho tinha uma pedra
tinha uma pedra no meio do caminho
tinha uma pedra
no meio do caminho tinha uma pedra.

Nunca me esquecerei desse acontecimento
na vida de minhas retinas tão fatigadas.
Nunca me esquecerei que no meio do caminho
tinha uma pedra
tinha uma pedra no meio do caminho
no meio do caminho tinha uma pedra.

Carlos Drummond de Andrade: Itabira. Antología, Visor, Madrid, Trad. de Pablo del Barco, 1990, pp.38-39

el muro

Fernand Léger: Femme en Bleu (1912)

DE NOCHE, POR ESAS NOCHES
POR ESOS MUROS

De noche,
con la estrella,
se ve muy alto el muro vecino

sobre el mundo,
y hasta parecen muelles
en sus aguas gastadas,

y hasta hay niños que purgan
una pena de alondra,

De noche
con la estrella
hay corazones de hombre
que oscilan
sobre el muro.

Eunice Odio: Los elementos terrestres y otros poemas, Ediciones Torremozas, Madrid, 2019, p. 85 (publicado originalmente en la Revista Repertorio Americano (1945-1949))

agua

Joan Mitchell: No Rain (1976)

ESTO ES AGUA

David Foster Wallace fue invitado a pronunciar un discurso en una ceremonia de graduación en la Universidad de Kenyon (Ohio, EEUU), sobre un tema de su elección. Fue el único discurso de este tipo que dio en su vida.

DAVID FOSTER WALLACE (1962-2008)

Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho, por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».

Este es un requisito estándar de los discursos de las ceremonias de graduación en América: el empleo de pequeñas historias didácticas a modo de parábolas. Lo de contar historias resulta ser una de las mejores convenciones del género y también de las menos estúpidas… pero si os preocupa la posibilidad de que yo me presente a mí mismo como el pez viejo y sabio que viene a explicarles lo que es el agua a los peces jóvenes como vosotros, por favor, que no os preocupe. Yo no soy el pez viejo y sabio.

El sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubícuas e importantes son a menudo las que más cuestan de ver y las que más cuestan de explicar.

Como frase en sí misma, por supuesto, esto no es más que una perogrullada; y sin embargo, el hecho es que en las trincheras donde tiene lugar la lucha diaria de la existencia adulta, las perogrulladas pueden tener una importancia vital. O eso es lo que os quiero sugerir esta mañana seca y encantadora.

Por supuesto, el principal requisito de los discursos como el presente es que yo os hable a vosotros del sentido de vuestra educación en el campo de las humanidades, y que os intente explicar por qué el título que estáis a punto de recibir tiene un verdadero valor humano más allá de una simple recompensa material.

Así pues, hablaremos del estereotipo más común del género de los discursos de las ceremonias de graduación, que es el que nos dice que la educación en el campo de las humanidades no tiene tanto el sentido de llenaros de conocimiento como de, entre comillas, «enseñaros a pensar».

Si vosotros sois como era yo cuando estudiaba en la universidad, nunca os ha gustado oír esto, y tendéis a sentiros un poco insultados por la afirmación de que os hace falta que alguien os enseñe a pensar, dado que el hecho mismo de que os hayan admitido en una universidad como esta parece ser la prueba de que ya sabéis pensar.

Sin embargo, yo voy a postular ante vosotros que ese estereotipo sobre las humanidades no es para nada insultante, puesto que la enseñanza para pensar tan importante que se supone que recibimos en un sitio como este no tiene que ver en realidad con la capacidad en sí de pensar, sino más bien con la elección de en qué pensar.

Si vuestra libertad completa para elegir qué es lo que pensáis parece algo demasiado obvio como para perder el tiempo hablando de ello, yo os pediría que pensarais en peces y en agua, y que pusierais en suspenso durante unos minutos vuestro escepticismo acerca del valor de lo que es completamente obvio. Aquí va otra pequeña historia didáctica.

Hay dos tipos sentados juntos en un bar en los remotos páramos de Alaska.

Uno de los tipos es religioso y el otro es ateo, y están discutiendo sobre l.a existencia de dios con esa intensidad especial que llega después de la cuarta cerveza. Y el ateo dice: «Mira, no es que no tenga razones de peso para no creer en Dios. No es que no haya experimentado nunca con todo eso de Dios y de rezar. El mes pasado mismo me pilló en campo abierto aquella tormenta terrible de nieve y yo no podía ver nada y estaba completamente perdido y estábamos a diez bajo cero, así que lo hice, lo intenté: me puse de rodillas en la nieve y grité: «¡Dios, si existes, estoy perdido en esta tormenta de nieve y me voy a morir como no me ayudes!»».

Y ahora, en el bar, el tipo religioso mira al ateo, perplejo: «Bueno, pues entonces debes de creer en él −dice−. Al fin y al cabo estás vivo para contarlo».

El ateo pone los ojos en blanco como si el religioso fuera corto de luces: «No, tío, lo único que ocurrió es que pasaron por casualidad un par de esquimales y me enseñaron cómo se volvía al campamento».

Es fácil someter esta historia a una especie de análisis estándar desde la óptica de las humanidades: la misma experiencia exacta puede querer decir cosas completamente distintas para dos personas distintas, dependiendo de los patrones respectivos de creencias que tenga cada uno y de las formas distintas que tengan que construir el sentido a partir de la experiencia.

Debido a que valoramos la tolerancia y la diversidad de creencias, en ningún momento de nuestro análisis humanístico queremos afirmar que la interpretación de uno de los tipos es cierta y la del otro es falsa o mala.

Lo cual está bien, salvo por el hecho de que terminamos no hablando nunca sobre de dónde vienen esos patrones y creencias individuales, con lo cual quiero decir sobre de qué parte de dentro de los dos tipos intervienen.

Como si la orientación básica de una persona hacia el mundo y el sentido de su experiencia fueran algo que ya viene de fábrica, igual que la altura o la talla de los zapatos, o bien algo que se absorbe de la cultura, como el idioma.

Como si la forma en que construimos el sentido no fuera en realidad fruto de una elección personal e intencionada, de una decisión consciente. Además, está la cuestión de la arrogancia.

El tipo no religioso rechaza con una confianza completa y odiosa toda posibilidad de que los esquimales hayan sido resultado de la oración en la que pedía ayuda. Cierto, hay mucha gente religiosa que también parece arrogantemente segura de sus interpretaciones. Probablemente resultan todavía más repulsivos que los ateos, pero lo cierto es que el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente  el mismo que el del ateo de la historia: arrogancia, confianza ciega y una cerrazón mental que es como un encarcelamiento tan completo que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado.

Lo que intento decir es que pienso que esto forma parte de lo que se supone que significa en realidad ese mantra de que las humanidades «te enseñan a pensar»: ser un poco menos arrogante, tener cierta «conciencia crítica» de mí mismo y de mis costumbres… porque un gran porcentaje de las cosas de las que suelo estar automáticamente seguro resultan ser completamente erróneas y fruto de engañarme a mí mismo.

Esto es algo que yo he aprendido a base de cometer errores, tal como predigo que os pasará a los que ahora os graduáis.

He aquí un ejemplo de la equivocación absoluta de algo de lo que tiendo a estar automáticamente seguro.

Todo lo que conforma mi experiencia inmediata apoya mi creencia profunda en el hecho de que yo soy el centro absoluto del universo, la persona más real, nítida e importante que existe.

Casi nunca pensamos en este egocentrismo tan básico y natural, debido al hecho de que es socialmente repulsivo, y sin embargo en gran medida todos lo tenemos, en el fondo. Es nuestra configuración por defecto, que nos viene ya de fábrica al nacer.

Pensad en ello: nunca habéis tenido ninguna experiencia de la que no fuerais el centro absoluto.

El mundo tal como lo experimentáis se encuentra delante de vosotros, o bien detrás, o a vuestra izquierda o a vuestra derecha, o en vuestra televisión o en vuestro monitor o donde sea.

Los pensamientos y sentimientos ajenos se os tienen que comunicar de alguna manera, pero los vuestros son inmediatos, apremiantes y reales. Ya me entendéis.

Pero, por favor, no os preocupéis por si me estoy preparando para soltaros un sermón sobre la compasión o el desprendimiento o alguna otra de esas supuestas «virtudes».

No es de virtud de lo que estamos hablando: estamos hablando de decidir si nos tomamos o no la molestia de alterar de alguna manera o incluso de quitarnos de encima esa configuración por defecto que nos viene de fábrica, y que consiste en ser profunda y literalmente egocéntricos, y en verlo e interpretarlo todo a través de esa lente que es el yo.

De la gente que es capaz de ajustar así su configuración natural por defecto se suele decir que son, entre comillas, gente «equilibrada», un término que yo os sugiero que no es accidental.

Dado el contexto académico en que nos encontramos, una pregunta obvia que surge es en qué medida esa tarea de equilibrar nuestra configuración por defecto requiere un verdadero conocimiento o uso del intelecto.

No es de extrañar que la respuesta sea que depende de qué clase de conocimiento estemos hablando.

Probablemente lo más peligroso que tiene la educación académica, por lo menos en mi caso, es que habilita en mi tendencia a intelectualizar las cosas en exceso, a perderme en el pensamiento abstracto en lugar de limitarme a prestar atención a lo que está pasando delante de mí. Y en lugar de prestar atención a lo que está pasando dentro de mí.

No me cabe duda de que a estas alturas ya os habréis dado cuenta de que resulta extremadamente difícil permanecer alerta y atento en lugar de dejarse hipnotizar por el monólogo constante que suena dentro de la cabeza de uno. Lo que todavía no habéis averiguado es qué hay en juego en esa lucha.

En los veinte años que han pasado desde que me gradué, yo sí he podido ir entendiendo gradualmente qué hay en juego, y también he podido ver que ese estereotipo de que las humanidades «te enseñan a pensar» era en realidad la versión breve de una verdad muy profunda e importante. Lo de «aprender a pensar» en realidad quiere decir ejercer cierto control sobre cómo y qué piensa uno. Quiere decir ser lo bastante consciente y estar lo bastante despierto como para elegir a qué prestas atención y para elegir cómo construyes el sentido a partir de la experiencia. Porque si no podéis o no queréis llevar a cabo esa clase de elecciones en vuestra vida adulta, vais a estar jodidos del todo. Pensad en ese viejo estereotipo que dice que la mente es «un siervo excelente pero un amo terrible». Igual que tantos otros estereotipos, tan banal y pobre en la superficie, en realidad expresa una verdad grandiosa y terrible. No es para nada una coincidencia el que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se peguen un tiro en… la cabeza. Y la verdad es que la mayoría de esos suicidas en realidad ya están muertos mucho antes de apretar el gatillo. Y yo sostengo que esto es lo que va a acabar siendo el valor verdadero de vuestra educación de humanidades: cómo evitar vivir vuestras cómodas, prósperas y respetables vidas adultas estando muertos, siendo inconscientes, meros esclavos de vuestras cabezas y de vuestra configuración natural por defecto que os dice que estáis extraordinaria, completa e imperialmente solos, día tras día. Esto puede parecer una hipérbole, o una tontería abstracta. Así que vayamos a lo concreto.

Lo que está claro es que al licenciaros en la universidad todavía no tenéis ni idea de qué quiere decir en realidad la expresión «día tras día».

Resulta que hay partes enormes de la vida adulta americana de las que nadie habla en los discursos de las ceremonias de graduación. Y una de esas partes incluye el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones. Los padres y la gente mayor que hay aquí sabe perfectamente de qué estoy hablando.

Para poner un ejemplo, digamos que hoy es un día normal de la vida adulta, y que tú te levantas por la mañana y te vas a tu nada fácil trabajo de oficina de persona con estudios universitarios, y allí trabajas duro durante nueve o diez horas, y estás estresado, y lo único que quieres es irte a casa y cenar bien y tal vez relajarte un par de horas y después irte a la cama temprano porque al día siguiente hay que levantarse y volver a hacerlo otra vez. Pero entonces te acuerdas de que en casa no hay comida, de que esta semana no has tenido tiempo de hacer la compra por culpa de ese trabajo nada fácil, así que después del trabajo te tienes que meter en el coche e ir al supermercado. Es la hora en que la gente vuelve del trabajo y hay mucho tráfico, así que tardas mucho más de lo que deberías en llegar al supermercado, y cuando por fin llegas, te encuentras el supermercado abarrotado de gente, ya que por supuesto es esa hora del día en que toda la demás gente que trabaja también intenta encontrar un momento para hacer la compra, y la tienda está iluminada con una luz fluorescente y repulsiva, y bañada en ese hilo musical que te mata el alma o en música pop corporativa, y viene a ser el último lugar donde te apetece estar, pero te resulta imposible entrar y salir deprisa. Te ves obligado a pasearte por todos y cada uno de los pasillos abarrotados de la tienda enorme e inundada de luz para encontrar las cosas que quieres y tienes que maniobrar con tu carro destartalado de la compra, y por supuesto están también  los ancianos glaciarmente  lentos y la gente que está en Babia y los niños con desorden de déficit de atención que obstruyen el pasillo, y tú te tienes que aguantar y tratar de ser educado cuando les pides que te dejen pasar, y por fin, de una santa vez, consigues todo lo que necesitas para la cena, pero ahora resulta que no hay las bastantes cajas registradoras abiertas pese al hecho de que es la hora punta del final del día, así que la cola para pagar en caja es increíblemente larga. Lo cual es estúpido y exasperante, y sin embargo uno no puede desahogar su furia con la señora que está trabajando frenéticamente en la caja registradora, que está trabajando más de lo que debe en un puesto cuyo tedio diario y cuya falta de sentido sobrepasan la imaginación de ninguno de los que estamos aquí en una universidad de prestigio… pero bueno, por fin llegas al frente de la cola de la caja registradora y pagas tu comida, y esperas a que una máquina compruebe la autenticidad de tu cheque o de tu tarjeta y a que te desee «Que tenga un buen día» con una voz que sin lugar a dudas es la misma voz de la muerte. Y después tienes que meter esas bolsas de la compra repulsivas y endebles llenas de comida a ese carro con una rueda descoyuntada que no para de desviarse exasperantemente hacia la izquierda, cruzar todo el aparcamiento abarrotado, lleno de baches y de basura tirada por el suelo, y tratar de cargar las bolsas en el coche de manera que no se caiga todo de las bolsas y ruede por el maletero de camino a casa, y luego hay que hacer todo el trayecto en coche a casa en pleno tráfico de hora punta, lento, tortuoso y lleno de monovolúmenes, etcétera, etcétera.

Todos los presentes hemos hecho estas cosas, está claro; pero todavía no forman parte de la rutina real de las vidas de los que os estáis graduando hoy, día tras semana tras mes tras año. Pero lo serán, y se les sumarán muchas más rutinas espantosas, irritantes y aparentemente absurdas… Pero esa no es la cuestión.

La cuestión es que es precisamente en esas chorradas nimias y frustrantes como la que os acabo de contar donde entra en juego la tarea de elegir.

Porque los atascos de tráfico y los pasillos abarrotados y las lasgar colas para llegar a la caja registradora me dan tiempo para pensar, y si no llevo a cabo una decisión consciente de cómo debo pensar y a qué debo prestar atención, voy a estar triste y cabreado cada vez que tenga que ir a comprar comida, porque mi configuración natural por defecto me dice que en esa clase de situaciones lo importante soy yo, mi hambre y mi cansancio y mis ganas de llegar de una vez a casa, y me va a dar toda la impresión de que todos los demás me estorban, ¿y quién coño es toda esa gente que me estorba?

Y mira lo repulsivos que son la mayoría y lo estúpidos que se ven en esa cola para pagar en la caja, y parecidos a vacas, y no humanos, y lo muertas que se ven sus miradas, y lo irritante y maleducado que es que la gente se ponga a hablar a gritos por el móvil en medio de la cola, y mira qué profunda injusticia hay aquí: me he pasado el día entero trabajando como un esclavo y me muero de hambre y de cansancio y ni siquiera puedo llegar a mi casa para comer y relajarme por culpa de toda esta estúpida gente de los cojones.

O bien, por supuesto, si adopto una forma más socialmente considerada y humanística de mi configuración por defecto, puedo pasarme el rato en el atasco de tráfico del final de la jornada furioso y asqueado ante todos esos enormes y estúpidos monovolúmenes y cuatro por cuatros y camionetas V-12 que bloquean los carriles y consumen sus contaminantes y egoístas depósitos de gasolina de ciento cincuenta litros, y me puedo fijar en el hecho de que los adhesivos patrióticos o religiosos siempre están en los vehículos más grandes y asquerosamente egoístas, que son donde van los conductores más feos, desconsiderados y agresivos, que suelen ir hablando por el móvil mientras cortan el paso a la gente para poder avanzar cinco estúpidos metros en el atasco, y puedo pensar en que los hijos de nuestros hijos nos despreciarán por haber consumido todo el combustible del futuro y por habernos cargado probablemente el clima, y en cómo de consentidos estamos y en cómo de estúpidos y egoístas y asquerosos somos todos, y en que todo es una mierda, y un largo etcétera.

Mirad, si elijo pensar de esta manera, no pasa nada, lo hacemos muchos: pero es que pensar de esa manera suele ser tan fácil y automático que no hace falta que yo lo elija. Pensar de esa manera es mi configuración natural por defecto. Es cuando experimento de forma automática e inconsciente las partes aburridas, frustrantes y abarrotadas de la vida adulta cuando estoy funcionando bajo la creencia automática e inconsciente de que yo soy el centro del mundo y de que mis necesidades y sentimientos inmediatos son lo que debería determinar las prioridades del mundo.

La cuestión es que hay maneras obviamente distintas de pensar en esa clase de situaciones.

En medio de todo ese tráfico, de todos esos vehículos atascados y marchando al ralentí que obstruyen mi avance: no es imposible que alguna de esa gente que va en los monovolúmenes haya sufrido accidentes espantosos en el pasado y ahora conducir les resulte tan traumático que su psiquiatra prácticamente les ha ordenado que se compren un monovolumen bien enorme y pesado para que puedan sentirse seguros conduciendo; o bien que el cuatro por cuatro que me acaba de cortar el paso tal vez tenga al volante a un padre cuyo hijito va herido o enfermo en el asiento de al lado, y que ahora esté intentando llegar cuanto antes al hospital, y tenga una prisa muchísimo mayor y más legítima que la mía: que en realidad sea yo quien le está obstruyendo el avance a él.

O bien puedo elegir obligarme a tener en cuenta que lo más probable es que toda la gente que hay conmigo en la cola para pagar en caja del supermercado se encuentre igual de aburrida y frustrada que yo, y que alguna de esa gente en realidad tenga unas vidas que en conjunto sean mucho más duras, más tediosas o más dolorosas que la mía. Etcétera.

Nuevamente, por favor, no penséis que os estoy dando consejo moral, ni que os estoy diciendo que así es como «tenéis» que pensar, ni que nadie espera que lo hagáis automáticamente, porque se trata de algo duro, que requiere voluntad y esfuerzo mental, y si sois como yo, habrá días en que no seréis capaces de hacerlo, o en que simplemente os negaréis de plano a hacerlo.

Pero la mayoría de los días, si sois lo bastante conscientes como para daros a vosotros mismos esa opción, podéis elegir mirar de forma distinta a esa señora gorda de mirada muerta y demasiado maquillada que le acaba de pegar un grito a su niño en la cola para pagar en caja; tal vez ella no sea así normalmente, tal vez lleve tres noches seguidas cogiendo de la mano a su marido, que se está muriendo de cáncer de huesos, o tal vez esa señora no sea otra que la empleada mal pagada del departamento de tráfico que ayer mismo ayudó a vuestro marido o a vuestra mujer a resolver un problema pesadillesco de papeleo mediante un pequeño acto de amabilidad burocrática.

Por supuesto, nada de todo esto es probable, pero tampoco es imposible; simplemente depende de lo que vosotros queráis tomar en consideración.

Si estáis automáticamente seguros de que sabéis lo que es la realidad y de quién y qué es lo realmente importante, si queréis funcionar con vuestra configuración por defecto, entonces lo más probable es que vosotros, igual que yo, no queráis tomar en consideración posibilidades que no sean absurdas o irritantes.

Pero si de verdad habéis aprendido a pensar, y a prestar atención, entonces sabréis que tenéis otras opciones.

Tendréis el poder real de experimentar una situación masificada, calurosa y lenta del tipo infierno consumista como algo no solo lleno de sentido sino también sangrado, que arde con la misma fuerza que ilumina las estrellas: la compasión, el amor, la unidad de todas las cosas bajo su superficie.

Tampoco es que este rollo místico sea necesariamente cierto: lo único que es cierto con C mayúscula es que uno tiene la oportnidad de decidir cómo a intentar ver las cosas.

Esta, sostengo, es la libertad que entraña la verdadera educación, el aprender a ser equilibrado: que puedes decidir conscientemente qué tiene sentido y qué no lo tiene. Puedes decidir a qué dioses adorar…

Porque he aquí otra cosa que es cierta.

En las trincheras del día a día de la vida adulta, el ateísmo no existe.

No existe el hecho de no adorar nada.

Todo el mundo adora algo.

La única elección que tenemos es qué adoramos.

Y una razón excelente para elegir adorar a algún dios o cosa de naturaleza espiritual −ya sea Jesucristo o Alá, ya sea Yavé o la diosa madre de la Wicca o las Cuatro Nobles Verdades o algún conjunto inquebrantable de principios éticos− es que prácticamente cualquier otra cosa que te pongas a adorar se te va a comer vivo.

Si adoras el dinero y las cosas materiales −si es de ellas de donde extraes el sentido verdadero de la vida−, entonces siempre querrás más. Siempre sentirás que quieres más.

Es la verdad.

Si adoras tu propio cuerpo y tu belleza y tu atractivo sexual, siempre te sentirás feo, y cuando se empiece a notar en ti el paso del tiempo y la edad, morirás un millón de veces antes de que por fin te metan bajo tierra.

A cierto nivel todos ya sabemos estas cosas: han sido codificadas en forma de mitos, proverbios, estereotipos, lugares comunes, epigramas y parábolas; el esqueleto de todas las grandes historias. El truco es mantener la verdad por delante en la conciencia diaria.

Si adoras el poder, te sentirás débil, tendrás miedo y siempre necesitarás más poder sobre los demás para mantener a raya el miedo.

Si adoras tu intelecto, el hecho de que te consideren listo, te acabarás sintiendo tonto y un fraude y siempre estarás con miedo a que te descubran. Etcétera.

Mirad, lo insidioso de todas esas formas de adoración no es que sean malvadas o pecaminosas; es el hecho de que son inconscientes. Son configuraciones por defecto.

Son la clase de adoración en la que acabas cayendo, día tras día, volviéndote cada vez más selectivo con lo que ves y con cómo mides el valor sin darte cuenta del todo de que lo estás haciendo.

Y el supuesto «mundo real» de los hombres y del dinero y del poder ya va tirando bastante bien con el combustible del miedo y el desprecio, de la frustración, el ansia y la adoración de uno mismo.

Nuestra cultura presente ha utilizado estas fuerzas de formas que han generado una riqueza y una comodidad y una libertad personal extraordinarias.

La libertad para ser todos señores de esos reinos diminutos que tenemos en el cráneo, a solas en el centro de la creación entera. Se trata de una clase de libertad muy recomendable.

Pero, por supuesto, hay muchas clases distintas de libertad, y de la más preciosa de todas no vais a oír hablar mucho en ese gran mundo de triunfos y logros y exhibiciones que hay ahí fuera.

El tipo realmente importante de libertad implica atención, y conciencia, y disciplina, y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. Esa es la auténtica libertad.

Y esa libertad consiste en que te enseñen a pensar.

La alternativa es la inconsciencia, la configuración por defecto, la competitividad febril: la sensación constante y agobiante de que has tenido algo infinito y lo has perdido.

Sé que lo más probable es que estas cosas no resulten divertidas ni simpáticas ni grandiosamente inspiradoras, que es como han de resultar las ideas centrales de un discurso de ceremonia de graduación.

Lo que son, bajo mi punto de vista, es la verdad, ya despojada de un buen montón de chorradas retóricas. Obviamente, vosotros podéis considerarlas lo que queráis.

Pero, por favor, no las despreciéis como si fueran un sermón moralista de consultorio radiofónico.

Todo esto no tiene nada que ver con la moralidad ni con la religión ni con las grandes y elaboradas preguntas sobre la vida después de la muerte. La verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte. Tiene que ver con llegar a los treinta años, o incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza.

Tiene que ver con el verdadero valor de una verdadera educación, que no pasa por las notas ni los títulos y sí en gran medida por la simple conciencia: la conciencia de algo que es tan real y tan esencial, y que está tan oculto delante mismo de nuestras narices y por todas partes, que nos vemos obligados a recordarnos a nosotros mismos una y otra vez: «Esto es agua».

«Esto es agua».

«Puede que estos esquimales sean mucho más de lo que parecen».

Y hacer esto resulta inimaginablemente difícil: vivir de forma consciente y adulta día tras día.

Lo cual quiere decir que todavía hay otro estereotipo que es cierto: vuestra educación realmente es la tarea de una vida entera, y empieza… ahora. Os deseo mucho más que simple suerte.

21 de mayo de 2005

David Foster Wallace: Esto es agua, Penguin Random House, Barcelona, 2014, Trad. de Javier Calvo Perales

un jardín

Irvin Penn: Retrato de Marlene Dietrich (1948)




Todos tenemos un jardín oculto,

un pequeño parterre transeúnte

que nadie aceptaría como tal

salvo los que lo cuidan y mantienen.





Todos tenemos una tierra propia,

una pequeña huerta clandestina

en la que crecen flores bien extrañas,

extrañas para aquellos que no saben,

que no pueden saber lo bien que huelen

o cómo se enderezan sus corolas

cuando las baña el sol de la nostalgia

o las riegan las lluvias del consuelo.





Todos tenemos un jardín secreto

sembrado de dedales, cartas, libros,

caleidoscopios, cuentos, viejas fotos,

playas, reclinatorios, parameras…

Nadie diría que esto es un jardín

salvo aquellos que viven para cultivarlo,

para cambiar de sitio los cuadernos

y darle cuerda a los relojes viejos.





Sin embargo, resulta muy difícil

procurar que el jardín no se marchite,

darle el riego preciso a cada planta,

saber las que requieren sol

y las que son de sombra,

no dejar que se nublen los retratos,

abrir los libros y orear sus páginas

para que los recuerdos no se sequen

como si fueran hojas de eucaliptus.





Es difícil el arte de la jardinería.





Francisca Aguirre: de Transparencias, en Ensayo General, Calambur, 2018, pp. 399-400

la creación

Sofía Bassi: La lágrima del mundo (1974)

La creación

vive como génesis

bajo la superficie visible

de la obra.

Hacia atrás

lo ven todos los intelectuales.

Hacia adelante

-en el futuro-

solo los creadores.

(1914)

Paul Klee: Casi todos los poemas, Eda Libros, Benalmádena, Trad. de José Luis Reina Palazón, 2019, p.229

Este desequilibrio

John Everett Millais: La sonámbula (1871)

EXÁMENES FINALES

A las cinco y media de la mañana suena la alarma.
Sentada esperando a que se caliente el café, decido no ir a clase.
Finjo encontrarme mal, que no se preocupen, que mañana iré.
Mis padres me dicen que siga estudiando, que no lo deje.
Me siento ante los libros,
los abro y me pregunto de qué nos salvan estas hojas.

Nadie llegaba a entender que me pesaban los párpados,
los viajes en metro, el trayecto en bus, comer tarde,
hacer los deberes en la cama rodeada de bolsas de mudanzas
y ayudar a descargar la furgoneta,
que el bus no llegaba a tiempo,
que hacía latín y lengua durante el recorrido
y estudiaba historia entre cabezadas,
que no iba a dejar que aquella mudanza pudiera conmigo.

A veces cuando entro en la cocina, todavía creo que son las cinco y media,
que llego tarde, fingir que estoy mala, un simple resfriado.

Incapaz de reconocer que no siempre sabemos qué hacer con todo este desequilibrio.

Cristina Angélica: Mi hogar es una caja de mudanzas, Valparaíso, Granada, 2020 p. 40

silencioso gesto

Oswaldo Guayasamín: Lágrimas negras (1984)

LO INAUDIBLE

Es inaudible,
no podremos saber si las hojas
se acumulan y suenan al encaramarse
la mirona lagartija sobre la hoja.
Nos roza la frente
y creemos que es un pañuelo
que nos está tapando los ojos.
El oro caminaba
después hacia la hoja
y la hoja iba hacia la casa
vacía del otoño, donde lo inaudible
se abrazaba con lo invisible
en un silencioso gesto de júbilo.
Lo inaudible
gustaba del vuelo de las hojas,
reposaba entre el árbol inmóvil
y el río de móvil memoria.
Mientras lo inaudible lograba
su reino, la casa oscilaba,
pero su interior permanecía intocable.
De pronto, una chispa
se unió a lo inaudible
y comenzó a arder escondido
debajo del sonido facetado del espejo.
La casa recuperó su movilidad
y comenzó de nuevo a navegar.

1 de febrero y 1975

José Lezama Lima: Poesía Completa, Sexto Piso, México, 2016, pp.784-785

contables

Tarsila do Amaral: Operários (1933)

Profesiones

Además de lo evidente: el capataz,
el contramaestre, el cabo;
estaban desde el principio
mucilaginoso del tiempo
los curas. Luego vinieron
los psicólogos (y sus esbirros
pedagógicos). Hasta hubo
curas psicólogos.
Y me dicen que en la dulce
Francia, tenían sociólogos,
pero que no todos eran curas.
Ahora tenemos economistas:
las niñas quieren ser de mayores
contables de la mafia.

Javier Rodríguez Fernández: Así, Huerga y Fierro editores, Madrid, 2021, p.48

hacer trampa

László Moholy-Nagy: Untitled (1939)

UN TROZO DE PAPEL

Hoy fui a la doctora,
la doctora dijo que yo estaba muriendo,
no con esas palabras, pero cuando lo dije,
no lo negó.

Qué le has hecho a tu cuerpo, decía su silencio.
Te lo dimos y mira lo que le hiciste,
cómo abusaste de él.
No sólo hablo de los cigarrillos, dice,
sino también de la mala dieta, la bebida.

Es una mujer joven; la rígida bata blanca oculta su cuerpo.
Tiene el cabello recogido, los pequeños mechones femeninos
suprimidos por una cinta oscura. No está cómoda aquí,

tras su escritorio, con su diploma sobre la cabeza,
leyendo una lista de números en columnas,
algunos resaltados para llamar la atención.
Su columna también está recta, sin mostrar sentimientos.

Nadie me enseñó a cuidar de mi cuerpo.
Creces vigilado por tu madre o tu abuela.
Una vez que te liberas de ellas, tu esposa se apodera, pero está nerviosa,
no va demasiado lejos. Así que este cuerpo que tengo,
por el cual me culpa la doctora, siempre ha sido supervisado por mujeres
y, déjame decirte, dejaron mucho por fuera.
La doctora me mira;
en medio, una pila de libros y carpetas.
La clínica está vacía, salvo por nosotros.

Aquí hay un escotillón y, a través de él,
el país de los muertos. Y los vivos te empujan para que entres,
quieren que llegues primero, antes que ellos.

La doctora lo sabe. Ella tiene sus libros,
yo tengo mis cigarrillos. Finalmente
escribe algo en un trozo de papel.
Esto te ayudará con la presión arterial, dice.

Y lo guardo en el bolsillo, señal de partida.
Y una vez fuera, lo rompo, como un ticket al otro mundo.

Estaba loca por haber venido aquí,
un lugar donde no conoce a nadie.
Está sola; no tiene anillo de casada.
Vuelve sola a casa, a su hogar fuera del pueblo.
Y se toma su única copa de vino en el día,
su cena que no es una cena.

Y se quita la bata blanca:
entre esa bata y su cuerpo
sólo hay una delgada capa de algodón.
Y, en algún punto, eso también desaparece.

Para nacer, tu cuerpo hace un pacto con la muerte
y, desde ese momento, lo único que intenta es hacer trampa.
Te metes solo en la cama. Quizás duermes, quizás nunca despiertas.
Pero escuchas cada sonido por un buen rato.
Es una noche de verano como cualquier otra; la oscuridad nunca llega.

Louise Glück: Una vida de pueblo, Pre-Textos, Valencia, Trad. de Adalber Salas Hernández, 2020, pp. 85-89