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Sin embargo, la tarea del escritor tampoco puede consistir en desmentir el dolor, borrar sus huellas y engañarnos a nosotros. Por el contrario, tiene que reconocerlo y devolverlo de nuevo a la realidad para que podamos ver, porque todos queremos ver la realidad. Ese dolor secreto nos vuelve sensibles a la experiencia, sobre todo a la de la verdad. Cuando llegamos a esa clara y dolorosa situación en la que el dolor resulta fructífero, decimos sencilla y justamente: se me han abierto los ojos. No lo decimos porque hayamos percibido externamente una cosa o un suceso, sino porque captamos aquello que, sin embargo, no podemos ver. Y esto es lo que debería lograr el arte: que abriésemos los ojos en ese sentido.
También reside en la naturaleza del escritor dirigirse con todo su ser hacia un tú, hacia el ser humano, al que quiere hacer llegar su experiencia del ser humano (o su experiencia de las cosas, del mundo y su tiempo; ¡sí de todo eso también!), pero especialmente del ser humano, sea él mismo o los otros y donde él mismo o los otros son lo más humano posible. Tanteados todos los terrenos, busca a tientas en esta época la forma del mundo y los rasgos de los seres humanos. ¿Cómo sienten y qué piensan y cómo actúan? ¿Cuáles son sus pasiones, sus atrofias, sus esperanzas…?
Ingeborg Bachmann: Se puede exigir al ser humano que afronte la verdad, en Literatura como utopía, Pre-textos, Valencia, Trad. de Mónica Fernández Arizmendi y Àngels Giménez Campos, 2005, pp.113-114