fondo

Fotograma de la película muda The Crowd (King Vidor, 1928)

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Con razón se ha dicho de cierto libro alemán que es “lässt sich nicht lesen” (que no se deja leer). De igual modo existen algunos secretos que no se dejan descubrir. Hay hombres que mueren por la noche en sus camas, estrechando las manos de sus espectrales confesores y mirándoles con ojos lastimeros. Que mueren con la desesperación en el alma y opresiones en la garganta que no permiten ser descritas. De vez en cuando, la conciencia humana soporta cargas de un horror tan pesado que sólo pueden arrojarse en la misma tumba. De este modo, la mayoría de las veces queda sin descubrir el fondo de los crímenes.

Edgard Allan Poe: El hombre de la multitud

Martin Munkacsi (1896 – 1963)

Multitudes, poema en prosa de Baudelaire

simulacros

Colección privada de armas antiguas, años 30 ( © NY Times)

Simulacros

Julio Cortázar


Somos una familia rara.  En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada.

Tenemos un defecto: nos falta originalidad.  Casi todo lo que decidimos hacer está inspirado -digamos francamente, copiado- de modelos célebres.  Si alguna novedad aportarnos es siempre inevitable: los anacronismos o las sorpresas, los escándalos.  Mi tío el mayor dice que somos como las copias en papel carbónico, idénticas al original salvo que otro color, otro papel, otra finalidad.  Mi hermana la tercera se compara con el ruiseñor mecánico de Andersen; su romanticismo llega a la náusea.

Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt. Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más importante, la ansiedad y la expectativa de estar haciendo las cosas, las sorpresas tanto más importantes que los resultados, los fracasos en que toda la familia cae al suelo como un castillo de naipes y durante días enteros no se oyen más que deploraciones y carcajadas.  Contar lo que hacemos es apenas una manera de rellenar los huecos inevitables, porque a veces estamos pobres o presos o enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo) alguno traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva.  Pero no hay que deducir de esto que nos va mal o que somos melancólicos.  Vivimos en el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que podemos.  Somos muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica.  Por ejemplo, el patíbulo, hasta hoy nadie se ha puesto de acuerdo sobre el origen de la idea, mi hermana la quinta afirma que fue de uno de mis primos carnales, que son muy filósofos, pero mi tío el mayor sostiene que se le ocurrió a él después de leer una novela de capa y espada.  En el fondo nos importa poco, lo único que vale es hacer cosas, y por eso las cuento casi sin ganas, nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.
La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt.  No es más grande que un patio, pero está tres escalones más alto que la vereda, lo que le da un vistoso aspecto de plataforma, emplazamiento ideal para un patíbulo.  Como la verja es de mampostería y de fierro, se puede trabajar sin que los transeúntes estén por así decirlo metidos en casa; pueden apostarse en la verja y quedarse horas, pero eso no nos molesta. «Empezaremos con la luna llena», mandó mi padre.  De día íbamos a buscar maderas y fierros a los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se quedaban en la sala practicando el aullido de los lobos, después que mi tía la menor sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y los incitan a aullar a la luna.  Por cuenta de mis primos corría la provisión de clavos y herramientas; mi tío el mayor dibujaba los planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la variedad y calidad de los instrumentos de suplicio.  Recuerdo el final de la discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante alta, sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un espacio libre destinado a dar tormento o decapitar según los casos.  A mi tío el mayor le parecía mucho más pobre y mezquino que su idea original, pero las dimensiones del jardín delantero y el costo de los materiales restringen siempre las ambiciones de la familia.

Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los ravioles.  Aunque nunca nos ha preocupado lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a levantar una o dos piezas para agrandar la casa.  El primero en sorprenderse fue don Cresta, el viejito de enfrente, y vino a preguntar para qué instalábamos semejante plataforma.  Mis hermanas se reunieron en un rincón del jardín y soltaron algunos aullidos de lobo.  Se amontonó bastante gente, pero nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y las dos escalerillas (para el sacerdote y el condenado, que no deben subir juntos).  El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás empezamos a levantar la horca mientras mi tío el mayor consultaba dibujos antiguos para la rueda.  Su idea consistía en colocar la rueda lo más alto posible sobre una pértiga ligeramente irregular, por ejemplo un tronco de álamo bien desbastado. Para complacerlo, mi hermano el segundo y mis primos carnales se fueron con la camioneta a buscar un álamo; entretanto mi tío el mayor y mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo preparaba un suncho de fierro.  En esos momentos nos divertíamos enormemente porque se oía martillear en todas partes, mis hermanas aullaban en la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía el perfil de la horca y se veía a mi tío el menor a caballo en el travesaño para fijar el gancho y preparar el nudo corredizo.
A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de darse cuenta de lo que estábamos haciendo, y un coro de protestas y amenazas nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la erección de la rueda.  Algunos desaforados habían pretendido impedir que mi hermano el segundo y mis primos entraran en casa el magnífico tronco de álamo que traían en la camioneta.  Un conato de cinchada fue ganado de punta a punta por la familia en pleno que, tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en el jardín junto con una criatura de corta edad prendida de las raíces.  Mi padre en persona devolvió la criatura a sus exasperados padres, pasándola cortésmente por la verja, y mientras la atención se concentraba en estas alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis primos carnales, calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía a erigirla.  La policía llegó en momentos en que la familia, reunida en la plataforma, comentaba favorablemente el buen aspecto del patíbulo.  Sólo mi hermana la tercera permanecía cerca de la puerta, y le tocó dialogar con el subcomisarlo en persona; no le fue difícil convencerlo de que trabajábamos dentro de nuestra propiedad, en una obra que sólo el uso podía revestir de un carácter anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran hijas del odio y fruto de la envidia.  La caída de la noche nos salvó de otras pérdidas de tiempo.

A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma, espiados por un centenar de vecinos rencorosos; jamás el lechón adobado nos pareció más exquisito, y más negro y dulce el nebiolo.  Una brisa del norte balanceaba suavemente la cuerda de la horca; una o dos veces chirrió la rueda, como si ya los cuervos se hubieran posado para comer.  Los mirones empezaron a irse, mascullando vagas amenazas; aferrados a la verja quedaron veinte o treinta que parecían esperar alguna cosa.  Después del café apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los balaústres de la terraza, mis hermanas aullaron y mis primos y tíos recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los fundamentos con sus pasos.  En el silencio que siguió, la luna vino a ponerse a la altura del nudo corredizo, y en la rueda pareció tenderse una nube de bordes plateados.  Las mirábamos, tan felices que era un gusto, pero los vecinos murmuraban en la verja, como al borde de una decepción.  Encendieron cigarrillos y se fueron yendo, unos en piyama y otros más despacio.  Quedó la calle, una pitada de vigilante a lo lejos, y el colectivo 108 que pasaba cada tanto; nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas, elefantes y vestidos de seda.

blancura

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CELSO.- (Lee.) «…ya que los tres somos otras tantas ilusiones que él engendró; y tus ilusiones forman parte de ti, lo mismo que la carne, los huesos, los recuerdos…Estaremos reunidos en el tormento, ya no será necesario acordarse del amor y la impureza, y puede ser que en el tormento ya no se acuerde uno de por qué está allí. Y si no recordamos todo esto, el suplicio no ha de ser tan terrible.» (Pausa.) Es un plagio. Un plagio descarado.

ISMAEL.- Hay coincidencias, sí…

CELSO.- Un vulgar plagio… que, además, ofende al original.

ISMAEL.- Yo no diría tanto…

CELSO.- Y no es que Faulkner (34) me guste especialmente, al contrario. Más de un libro suyo se me cayó de las manos. Pero…

ISMAEL.- Habría que distinguir el plagio, como tú lo llamas, de otras… de otras formas de influencia… La impronta que todo gran autor… Las huellas… inevitables, claro de los maestros sobre… Y no sólo de los maestros. A veces autores mediocres, obras de segunda o tercera categoría… ejercen una… Piensa, por ejemplo en Dujardin(35)… ¿Quién lo recuerda hoy… aparte de los críticos literarios, claro?… Sí: Édouard Dujardin, un autor de lo más mediocre. Nadie lo lee hoy… Y esa novela, Les lautiers sont coupés, ¿qué? Nada: una novelucha sin… Pero, ahí lo tienes… Inventó, por casualidad, el monólogo interior y… Sí, lo de menos es que Joyce (36) lo leyera… Hay otras formas de … Eso tiene un nombre… Quiero decir: esas huellas, esa… penetración de unos textos en otros, ¿comprendes? Tiene un nombre: intertextualidad. Es la vida misma de la literatura… En toda obra hay… otras obras. Los textos circulan… hay flujos, ¿comprendes?… Intertextualidad, sí… Es más que una influencia concreta… O menos… Penetraciones… involuntarias, inconscientes, si quieres… Pero, ¿plagios? Yo no diría tanto. (Pausa) Las grandes obras, los maestros, dejan como… como estelas a su paso… Es inevitable que… No todo es inspiración, ni talento… Es inevitable que las lecturas dejen… un poso, un fermento. A veces son… texturas concretas… Quiero decir… paisajes, ritmos, configuraciones que… La originalidad no… O sea: absoluta. La originalidad absoluta es una quimera, nadie la… Siempre hay lecturas, texturas concretas que vienen de… Es inconsciente, claro… La inspiración muchas veces necesita… Todo escritor sabe lo que eso… Esos momentos… Años a veces años enteros en que… (Pausa.) ¿Cómo lo encontraste?

CELSO.- Uno de mis asesores, librero de viejo…

ISMAEL.- Todo escritor conoce esos momentos, esos períodos de… Incluso los grandes, ¿eh? Incluso los genios. Períodos en que parece que ya la inspiración… o como quieras llamarla… Buscas, buscas dentro de ti… o fuera… Y sólo hay miedo… La gente cree que escribir es… Yo no comprendo a esos jóvenes novelistas… Bueno, tú dices que no los lees. Pero es increíble: sacan una novela por año… Y todas son magníficas, según la crítica… Una novela por año, ¿te lo imaginas? ¿Cómo pueden…? Claro: el tiempo las barrerá, como si fueran… Pero las lees y… no están mal escritas, no: hay ingenio, imaginación, soltura… Nada más, desde luego. No pasarán a la historia. El tiempo las barrerá… Pero se editan, y se venden, sí, y se habla de ellas… Claro: rascas un poco y descubres que lo han leído todo, que han aprendido la lección, que están al día… Pero nadie habla de plagio. Es curioso, ¿no? (Pausa.) No es el famoso miedo a la página en blanco. O, entonces, todo es una página en blanco… La siniestra blancura de Melville (37)…

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34. William Faulkner (1897-1962). Novelista americano, autor, como se dirá poco después de títulos como Mientras agonizo, Las palmeras salvajes o Absalón. Es notable la influencia de Joyce sobre su obra. De ahí que Ismael aduzca su nombre, y el de Dujardin, probablemente como defensa frente a la acusación de plagio formulada por el enigmático y puntilloso librero.
35. Édouard Dujardin (1861-1949) es, en efecto, un novelista francés a quien se atribuye el descubrimiento del monólogo interior como procedimiento narrativo. Les lauriers sont coupés es de 1888.
36. James Joyce (1882-1941). Novelista irlandés, autor de títulos como Dublineses, Retrato de un artista adolescente y, sobre todo, del Ulises (1922), la magna novela en la que se explora el procedimiento del monólogo interior.
37. Herman Melville (1819-1891). Este novelista americano es un nombre imprescindible entre las lecturas del autor. Melville es uno de los maestros de la novela de aventuras, extraídas de su propia experiencia como marino y como cautivo durante muchos años. Su novela más famosa es Moby Dick (1851), en la que la ballena blanca que da título a la novela simboliza la fuerza del mal en el mundo. La inactividad literaria de Ismael recuerda también a la actitud de Bartleby, el protagonista de Bartleby, el escribiente, la novela carta de Melville.

José Sanchís Sinisterra: El lector por horas, Espasa Calpe, Madrid, 2000, pp. 232-234

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Sinisterra es autor de una obra de teatro titulada El cerco de Leningrado. En ella dos protagonistas femeninas se parapetan en un teatro en ruinas, se quedan de últimas, en todos los sentidos. En ese teatro habían pasado gran parte de su vida. Se afanan en la búsqueda de una obra perdida que lleva por nombre El cerco de Leningrado. Apenas recuerdo la obra. Sé que era divertida, que había sarcasmo y seguramente lucidez aunque de adolescente estaba lejos de saber qué era la lucidez -con más edad la vi en Sinisterra.

Me imagino hoy a las protagonistas bajando a platea y mirando desde allí la ruina del escenario. No sé qué verían, en el caso de que acertaran a ver algo.

Quizás nos vendría bien, a falta de escenarios y plateas, tener un espejo a mano, por si vemos algún detalle desapercibido dentro de la ruina a la que nos agarramos desesperadamente. En ese alejarse que nos facilitan a veces los espejos podríamos quizás descubrir hacia dónde dirigir el esfuerzo para acometer la siguiente transformación. Es decir poco para los acostumbrados a los espejos. Pero también ellos necesitan buscar una manera diferente de mirarse. Un caleidoscopio. Quién sabe si la escritura.