Deseos

«En un poblado jasídico, según se cuenta, una noche al final del Sabat, los judíos estaban sentados en una mísera casa. Eran todos del lugar salvo uno, a quien nadie conocía, hombre particularmente mísero, harapiento, que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro.  La conversación había tratado sobre los más diversos temas.  De pronto alguien planteó la pregunta sobre cuál sería el deseo que cada uno habría formulado si hubiese podido satisfacerlo. Uno quería dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo banco de carpintero, y así a lo largo del círculo. Después que todos hubieron hablado, quedaba aún el mendigo. De mala gana y vacilando respondió a la pregunta. “Quisiera ser un rey poderoso y reinar en un vasto país y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que desde las fronteras irrumpiese el enemigo y que antes del amanecer los caballeros estuviesen frente a mi castillo y que no hubiese resistencias y que yo, sin tiempo siquiera para vestirme, hubiese tenido que emprender la fuga en camisa y que perseguido por montes y valles, sin dormir ni descansar  hubiera llegado sano y salvo hasta este rincón. Eso querría”. Los otros se miraron desconcertados. “Y ¿qué hubieras ganado con ese deseo?”, preguntó uno. “Una camisa”, fue la respuesta.»

Historia de Frank Kafka, mencionada por Walter Benjamin en Frank Kafka. En el décimo aniversario de su muerte

narradores

Elias Canetti

(25 de julio de 1905 –  14 de agosto de 1994)

Cuenteros y escribanos

Los cuenteros suelen tener la mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los más duraderos círculos de gente. Sus intervenciones duran bastante;  en un corro interior los oyentes se sientan en el suelo y no se levantan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fascinados de las palabras y gestos del cuentero. A veces son dos los que recitan alternativamente. Sus palabras llegan  desde lejos y permanecen más tiempo suspendidas en el aire que las de personas corrientes. Yo no entendía nada y sin embargo permanecía igualmente fascinado al eco de su voz. Eran palabras sin significado alguno para mí, lanzadas con energía y fuego: eran entrañables al hombre, pues se afirmaba orgulloso de ellas. Las ordenaba a tenor de un ritmo que a mí siempre me parecía muy personal. Cuando se detenía, resonaba lo que decía a continuación más poderoso y elevado. Me era posible percibir la solemnidad de algunas palabras y la maliciosa intención de otras. Los cumplidos me afectaban como si fuesen dirigidos directamente hacia mí; y me sentí amenazado. Todo parecía dominado; las palabras más imponentes volaban tan lejos como deseaba el narrador. El aire, por encima de los oyentes, se percibía en movimiento; y uno que entendiese tan poco como yo, sentía latir la vida más allá del oyente.

Para hacer honor a sus palabras los narradores iban vestidos de una forma chocante. Su indumentaria se diferenciaba de la del resto de los oyentes. Vestían telas lujosas; uno u otro, por lo general, en terciopelo azul o marrón. Actuaban como personalidades de alto rango, pero fantásticas para quienes les rodeaban. Atendían a sus héroes y figuras. Cuando su mirada caía sobre alguien que estuviese allí habitualmente, éste debía pasar tan inadvertido como cualquier otro. Los extranjeros no existían para él en absoluto; no pertenecían al reino de sus palabras. Al principio no quería admitir siquiera que yo le interesase tan poco, era demasiado sorprendente para ser verdad. Y así per­manecía largo rato en pie, hasta que esas voces me hacían ir hacia otro lugar más sonoro, pero tampoco en­tonces reparaba en mí, cuando ya casi empezaba incluso a sentirme a gusto en el corro más amplio. El cuentero, por supuesto, se había fijado en mí, pero para él continuaba siendo un extraño en su círculo encantado, pues no era capaz de entenderle.

Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apre­ciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indis­pensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por na­die para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir perso­nas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilánime, vivo a resguardo de me­sas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamen­te, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola pa­labra suya que leer.

Sin embargo, en la proximidad más inmediata, tuve que reconocer hasta qué punto había ofendido el papel. A pocos pasos de los cuenteros tenían su sitio los escribanos. Había silencio alrededor suyo, la parte más silenciosa del Xemaá El Fná. Los escribanos no ensalzaban su capaci­dad; estaban allí sentados tranquilamente, hombres pe­queños, enjutos, su escribanía delante; y jamás daban a uno la sensación de que esperasen clientes. Cuando mira­ban, te observaban sin especial curiosidad y al momento desviaban de nuevo la mirada. Sus bancos estaban dis­puestos a cierta distancia unos de otros, de tal modo que era imposible que se oyesen entre sí. Los más avezados o quizás también los más antiguos se acurrucaban en el suelo. Allí recapacitaban o escribían en un mundo discre­to, ajeno al desenfrenado bullicio de la plaza circundante. Era como si se les consultase sobre reclamaciones secretas, y puesto que todo sucedía públicamente se habían acos­tumbrado todos ya a pasar desapercibidos. Incluso ellos mismos apenas estaban presentes; sólo contaba una cosa: la callada presencia del papel.

Hasta ellos llegaban jóvenes o parejas. Una vez vi a dos mujeres jóvenes con velo sentadas en el banco ante el escribano y moviendo los labios imperceptiblemente. Otra vez reparé en toda una familia sumamente orgullosa y distinguida. Estaba constituida por cuatro personas que habían tomado asiento en dos pequeños bancos en el ángulo izquierdo del escribano. El padre era un viejo fuerte, un beréber majestuosamente bien formado, en cuyo rostro podían leerse todos los signos de la expe­riencia y de la sabiduría. Intenté imaginar una parcela de la vida que él no hubiese desarrollado, y no pude encontrar ninguna. Ahí estaba él, en su singular desam­paro, y junto a él su mujer, de porte igualmente suges­tivo, pues de su velado rostro sólo quedaban libres los enormes, profundos ojos oscuros, y en el banco de al lado dos hijas jóvenes, por supuesto con velo. Todos se sentaban derechos y muy dignos.

El escribano, que era mucho más pequeño, hizo valer su respetabilidad. Sus rasgos delataban una sutil delicade­za y ésta era tan perceptible como el bienestar y la belleza de la familia. Yo los miraba a corta distancia, sin escuchar un sólo sonido, sin apreciar un sólo movimiento. El escri­bano aún no había comenzado con su práctica particular. Había dejado que se le informase cumplidamente de lo que se trataba y meditaba ahora cómo poder expresar me­jor todo esto a través de la palabra escrita. El grupo actuaba tan compenetradamente como si todos los intere­sados se hubiesen conocido ya desde siempre y se sentasen desde tiempo inmemorial en el mismo lugar.

No me pregunté por qué vendrían juntos, tan unidos iban, y sólo mucho más tarde, cuando ya no me en­contraba en este lugar, comencé a pensar en ello. ¿Qué podía ser realmente lo que requería la presencia de toda una familia ante el escribano?

Elias Canetti, Las voces de Marrakesh, Pre-textos, 2002,p.91-94

libros

Los libros que necesitamos son aquellos que tienen sobre nosotros el efecto del infortunio,  que nos hacen sufrir como sufrimos por la muerte de alguien que queremos más que nosotros, los que nos hacen sentir que estamos al borde del suicidio, o perdidos en un bosque muy lejano a la civilización –un libro debería servir como el hacha para el mar helado que hay en nuestro interior.

Carta de Kafka a Oskar Pollak

el final

Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: “El final está aquí”. Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los rincones del pueblo. Y el tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y Windisch ve que el guardián nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.

Herta Müller, El hombre es un gran faisán en el mundo

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