otear el horizonte

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Miroslav Tichy: Sin título (años 60)

Con las manos

No aman de igual forma
los ricos y los pobres.

Los pobres aman con las manos.
Los pobres aman en la carne y con la gula,
en las peores estampas,
en condiciones famélicas
y con todo en su contra.

Los pobres aman sin bonitos decorados.
Entienden de lunes y de tedios domingueros
y de gastos imprevistos de facturas
y de angustias que embisten mes a mes a quemarropa.

El amor de los pobres no sale por la ventana
aunque el dinero entre por la puerta
(que nunca entra)
(aunque no haya ventanas).

Los pobres han aprendido
a amarse a oscuras por eso mismo.
Han aprendido a amarse malalimentados,
malvestidos, malqueridos,
porque el hambre agudiza el ingenio
y en sus jardines también crecen las flores
(aunque no haya jardines).

Los pobres han aprendido a aprovechar
los vis a vis
entre jornada y jornada de trabajo
(aunque no haya trabajo)
y saben darse placeres nunca tasados,
de valor incalculable,
y han aprendido a disfrutar las circunstancias
y la sopa de sobre,
el viejo colchón y la cuesta de enero.

Y parece que su amor se yergue
indestructible a pesar de;
a pesar de las miles de plagas,
de los sueños frustrados
y fracasos andantes,
de las crisis cíclicas
y de hambrunas
y de guerras,
más valiente que Heracles,
más Odiseo que Odiseo.

Y parece que su amor se extiende
y se multiplica
al ritmo que se multiplican los pobres,
al ritmo que se multiplican los infortunios
y los desastres naturales que golpean siempre
en las casas de los pobres.

Y ese amor está a la altura de Urano,
a la altura de Urano y de Gea juntos,
y es la única arma que tienen los pobres
para defenderse.

Por eso han aprendido a cultivar flores
y a cantar bien sus penas,
y han inventado las mejores obras
y los mejores instrumentos.
Por eso entienden de arte
y saben encontrarlo donde lo haya,
aunque no lo haya
(que siempre lo hay).

Y han aprendido a aprovechar el carisma
y la jerga,
y a escribir poemas inmortales
sobre amores complicados,
y saben de cosquillas,
y saben de boleros,
y saben de desnudos,
y de darlo todo,
que no es más que lo puesto:
las manos y la lengua,
la forma de otear el horizonte
y los cánticos en contra del patrón.

Yo siempre he amado de esta manera.

Yo te amo como aman los pobres,
y me temo
que durante mucho, mucho tiempo
esto seguirá siendo así.

Ana Isabel García Llorente: La escala de Mohs, Aguilar, Barcelona, 2019, p. 50-53

el tejido de la noche

František Kupka: Localización de móviles gráficos I (1912-13)

Los fragmentos de la noche

Cómo aislar los fragmentos de la noche
para apretar algo con las manos,
como la liebre penetra en su oscuridad
separando dos estrellas
apoyadas en el brillo de la yerba húmeda.
La noche respira en una intocable humedad,
no en el centro de la esfera que vuela,
y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos,
hasta formar el irrompible tejido de la noche,
sutil y completo como los dedos unidos
que apenas dejan pasar el agua,
como un cestillo mágico
que nada vacío dentro del río.
Yo quería separar mis manos de la noche,
pero se oía una gran sonoridad que no se oía,
como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina
silenciosa en la esquina del templo.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz,
era un pulpo que era una piedra,
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Yo quería rescatar la noche
aislando sus fragmentos,
que nada sabían de un cuerpo,
de una tuba de órgano
sino la sustancia que vuela
desconociendo los pestañeos de la luz.
Quería rescatar la respiración
y se alzaba en su soledad y esplendor,
hasta formar el neuma universal
anterior a la aparición del hombre.
La suma respirante
que forma los grandes continentes
de la aurora que sonríe
con zancos infantiles.
Yo quería rescatar los fragmentos de la noche
y formaba una sustancia universal,
comencé entonces a sumergir
los dedos y los ojos en la noche,
le soltaba todas las amarras a la barcaza.
Era un combate sin término,
entre lo que yo le quería quitar a la noche
y lo que la noche me regalaba.
El sueño, con contornos de diamante,
detenía a la liebre
con orejas de trébol.
Momentáneamente tuve que abandonar la casa
para darle paso a la noche.
Qué brusquedad rompió esa continuidad,
entre la noche trazando el techo,
sosteniéndolo como entre dos nubes
que flotaban en la oscuridad sumergida.
En el comienzo que no anota los nombres,
la llegada de lo diferenciado con campanillas
de acero, con ojos
para la profundidad de las aguas
donde la noche reposaba.
Como en un incendio,
yo quería sacar los recuerdos de la noche,
el tintineo hacia dentro del golpe mate,
como cuando con la palma de la mano
golpeamos la masa de pan.
El sueño volvió a detener a la liebre
que arañaba mis brazos
con palillos de aguarrás.
Riéndose, repartía por mi rostro grandes cicatrices.

José Lezama Lima

fondo de vaso

Rembrandt: A Man seated reading at a Table in a Lofty Room (1628-30)

Los ojos pronto perdieron la visión y dejaron al descubierto la mirilla por la que se asoma y nos espía la muerte. Lo peor era lo que sufrías sin poder mostrar hacia fuera. Consistía en eso, ¿verdad, papá? La disonancia entre lo que padece el cuerpo y lo que se expresa a través del rostro y la voz. De gritar pasaste a gemir, un gemido apenas audible, un animal atrapado en un cepo parecías, en un cuerpo condenado a su propio silencio. Tus palabras dejaron de tener sentido, eran casi sonidos guturales. Solo apretabas el labio, mordías la comisura izquierda. Recordaré ese gesto siempre. Las venas hinchadas en unas manos que estaban ya siempre cerradas. Tenían que hacer bastante fuerza para limpiarte los dedos, trataban de distraerte para separarlos bien, mojarlos con la esponja y secarlos pronto para que pudieras seguir apretando. Creí que era a la vida a lo que te agarrabas con aquella fuerza, pero nunca sabré qué veías ni a qué tenías miedo. Quizás tu puño luchaba, en secreto, en esa guerra interior de la cual solo teníamos conocimiento indirectamente o ni eso siquiera, de la que creíamos que los analgésicos te aliviaban o daban fuerzas, pero de la que en realidad nunca llegamos a saber nada de nada.

Yo te miraba desde la puerta de la habitación. Los últimos meses no me atrevía a acercarme mucho más. Solo cuando dormías ponía a veces mi mano sobre tu frente, preguntándome qué quedaría allí dentro. No puedo decir que llegara a perdonarte. Pero tú y el monstruo que habías sido habíais muerto. Ésa fue la justicia extraña en la que consistió tu enfermedad. He llegado a sentirme mal por pensarlo, por entender así las cosas, pero empecé a quererte cuando dejaste de ser tú. Lo extraño era que seguías vivo, allí estaba tu cuerpo cada vez más flaco, entre las manos de las mujeres que se turnaban en la casa. Mamá quiso que murieras en casa. Las enfermeras cambiaban de turno y poco a poco tu mirada desafiante desapareció para ponérsete esa otra de cristal opaco, de fondo de vaso, no sé qué era ese reflejo gris y azul que se te puso en los ojos.

Me acerqué aquella mañana al notar alboroto en la habitación. Estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándote a distancia. Protegiéndome. Una mujer te tomaba el pulso. Otra mujer hacía una llamada telefónica. Tus ojos me miraron aquella mañana. Hacía años que no los veía así. Tu mirada volvía a atravesarme, pero no eras tú quien veía a través de ellos. Me sentí observada por primera vez en la vida. A través de tus ojos algo me vigilaba. La muerte estuvo aquella mañana temprano en la habitación.

Cuando la doctora llegó se mostró molesta.

«El corazón de este hombre ha dejado de latir. No entiendo por qué me han hecho venir», dijo guardando el estetoscopio.

«Hace un momento latía», dijo mamá santiguándose y apoyando -la palma abierta, tenías que verla- su mano en tu pecho, en esa cáscara ya vacía.

No quedaba rastro de la muerte en tu mirada cuando abandoné la habitación, la casa, la ciudad, la familia. Había llegado el momento de empezar a vivir sin ti. Tenía que escapar del alcance de la mirada que me había lanzado algo que yo imaginaba que era la muerte, desde tus ojos.

 

Noelia Pena: La vida de las estrellas, La Oveja Roja, Madrid, 2018, pp. 88-89

cicatrices y muñones

Piet Mondriaan (1872-1944): Compositie in lijn (1917)

En tiempos de la extrema persecución

Si sois abatidos,
¿qué quedará?
Hambre y lucha,
nieve y viento.
¿De quién aprenderéis?
De aquel que no caiga.
Del hambre y del frío
aprenderéis.

No valdrá decir:
¿No ha pasado ya todo?
Los que soportan la carga
reanudarán sus quejas.

¿Quién les informará
de aquellos que mueren?
Sus cicatrices y muñones
les informarán.

Bertolt Brecht: Poemas y canciones, Alianza, Madrid, Trad. de Jesús López Pacheco y Vicente Romano, 1973, pp. 116-117