Jaroslav Rössler: Gerta (1924)
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Como creador, Racine aplica instintivamente el método, es decir, la moral, de la enseñanza universal. Sabe que no existen hombres con grandes pensamientos sino solamente hombres con grandes expresiones. Sabe que todo el poder del poema se concentra en dos actos: la traducción y la contratraducción. Conoce los límites de la traducción y los poderes de la contratraducción. Sabe que el poema, en cierto sentido, es siempre la ausencia de otro poema: ese poema mudo que improvisa la ternura de una madre o la furia de una amante. En algunas escasas ocasiones el primero se acerca al segundo hasta imitarlo, como en Corneille, en una o tres sílabas: ¡Yo! O bien ¡Que se muera! Para el resto está supeditado a la contratraducción que hará el oyente. Es esa contratraducción la que producirá la emoción del poema; es esa «esfera de la proliferación de ideas» la que reanimará las palabras. Todo el esfuerzo, todo el trabajo del poeta consiste en suscitar ese aura alrededor de cada palabra y de cada expresión. Por eso analiza, disecciona y traduce las expresiones de los otros y borra y corrige sin cesar las suyas. Se esfuerza en decirlo todo, sabiendo que no podemos decirlo todo, pero que es esta tensión incondicional del traductor la que abre la posibilidad de la otra tensión, de la otra voluntad: el lenguaje no permite decirlo todo y «hay que recurrir al propio genio, al genio de todos los hombres, para intentar saber lo que Racine quiso decir, lo que diría como hombre, lo que dice cuando no habla, lo que no puede decir mientras solo sea poeta.» (56)
Modestia verdadera del «genio», es decir, del artista emancipado: emplea todo su poder, todo su arte, en mostrarnos su poema como la ausencia de otro que nos concede el crédito de conocer tan bien como él. «Nos creemos como Racine y tenemos razón.» Esta creencia no tiene nada que ver con ninguna pretensión de prestidigitador. No implica de ningún modo que nuestros versos valen lo mismo que los de Racine ni que pronto valdrán lo mismo. Significa, en primer lugar, que entendemos lo que Racine quiere decirnos, que sus pensamientos no son de otra clase que los nuestros y que sus expresiones solo se acaban por nuestra contratraducción. Sabemos en primer lugar por él que somos hombres como él. Y conocemos también por él el poder del lenguaje que nos hace saber eso a través de signos arbitrarios. Nuestra «igualdad» con Racine la conocemos como el fruto del trabajo de Racine. Su genio está en haber trabajado según el principio de la igualdad de las inteligencias, en no haberse creído superior a aquellos a los que hablaba, en haber trabajado incluso para los que predecían que pasaría como el café. Nos queda a nosotros comprobar esa igualdad, conquistar ese poder a través de nuestro propio trabajo. Eso no quiere decir: hacer tragedias iguales a las de Racine, pero sí emplear tanta atención, tanta investigación del arte para narrar lo que sentimos y hacerlo experimentar a los otros a través de la arbitrariedad del lenguaje o a través de la resistencia de toda materia a la obra de nuestras manos. La lección emancipadora del artista, opuesta término a término a la lección atontadora del profesor, es ésta: cada uno de nosotros es artista en la medida en que efectúa un doble planteamiento; no se limita a experimentar sino que busca compartir. El artista tiene necesidad de la igualdad así como el explicador tiene necesidad de la desigualdad. Y así diseña el modelo de una sociedad razonable donde eso mismo que es exterior a la razón -la materia, los signos del lenguaje- es atravesado por la voluntad razonable: la de decir y hacer experimentar a los otros aquello en lo que se es semejante a ellos.
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56/ íbid., p. 282 [Enseignement universel. Langue maternelle, 6ª edición, Paris, 1836.]
Jacques Rancière: El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Laertes, Barcelona, trad. de Núria Estrach, 2010, pp.99-100