pacer

Giorgio de-chirico-archeologii-1927
Giorgio De Chirico: Archeologii (1927)

PEQUEÑO POEMA INFINITO

 

A Luis Cardoza y Aragón

 

Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

 

Federico García Lorca: Poeta en Nueva York, Optima, Barcelona, 1998, pp. 195-196

el ojo

April 9, 1955, New York, NYVivian Maier: New York, 1955

ARTE DEL NARRADOR

¿Pretendes reflejar el asesinato? Muéstrame entonces el perro en el patio:

Muéstrame también en el ojo del perro la sombra del crimen.

*

KUNST DES ERZÄHLERS

Schildern willst du den Mord?  So zeig mir den Hund auf dem Hofe:

Zeig mir im Aug von dem Hund gleichfalls den Schatten der Tat.

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Hugo von Hofmannsthal: Poesía lírica, seguida de Carta de Lord Chandos, Igitur, Montblanc, 2002, Trad. Olivier Giménez López, p.134

entender

Egon Schiele - La muchacha y la muerte (Egon y Wally), 1915

Egon SchieleLa muchacha y la muerte [Egon y Wally], 1915

LEYENDA DE UN MONUMENTO

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Para el aniversario de Grillparzer (15 de enero de 1891)

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I

El hombre está sentado junto al camino desde hace tiempo, tanto tiempo;
Y yo estoy tan cansado, y quisiera seguir caminando despacio y sin ruido,
Pero su mirada me detiene con fuerza firme y callada
Y siento como si yo tuviera que decirle una palabra… ¡y me falta la palabra!

Está anocheciendo. Afuera resuena y bulle la ciudad.
Humean las chimeneas. Hay letargo y pesadez en el ambiente.
El día laboral se pone, con paso cansino y apagado.
Aquí, en el jardín, no obstante, el aire está vacío, húmedo y seco.

Ahora el enjuto anciano se levanta.
No, no, aún no… ¿Qué duerme en sus ojos,
Cubiertos de cansancio… cuyo hechizo me cautiva…
De modo que sus ojos me absorben las fuerzas del alma?

Así se apagan ojos envueltos de muerte
Que, lenta, emana de la vida,
Mientras la canción va repitiendo la renuncia del mundo
Y el tedio creciente se esparce por el alma.

¡Así se estremecen los labios, demasiadas veces engañada,
Acecha desconfiada en su interior cada palabra,
Cuando su alma, la que antaño volara batiendo las alas,
Se acurruca hoy, temblando de frío.

Siéntate a su lado y escucha atento cómo su respiración,
Oprimida e intimidada, se arrastra por su pecho,
Pero no le molestes, anhela tanto la quietud…
Y aproxímate con tiento, se sobresalta tan fácilmente…

II

¿Conocéis al hombre? ¿No es cierto que no lo conocéis?
Al anciano de dolor esquivo,
Que con todo lleva también un rostro acongojado
Como el vuestro, tallado en piedra blanca.

Pero a su alrededor resplandece lo que él, resonante, creó,
El coro de criaturas del espíritu en mármol blanco,
Y la fama de su genio coronada ricamente
Late hoy con miles de lenguas en cada oído.

Esto es lo que este mundo concede sin elección,
Lo que, a través del reino de los tiempos, rugiendo borbotea:
La retumbante inmortalidad del nombre,
Como el bronce, tan imperecedero y frío.

El nombre, que el nieto nombra confusamente,
Tal y como, sin sentido, llevamos el pasado con nosotros,
La obsesión por las fórmulas que honra lo que no conoce:
Esto lo podrías dar, esto lo podrías negar.

Mas lo que me conmueve y, afín, me impresiona,
Con lo que, sin quererlo, me trae las lágrimas,
Lo que, trasluciéndoseme  íntimo, en el interior madura:
Eso vive, aunque nadie sepa su nombre.

Nos habla desde nuestro propio dolor,
Y si sufrimos con él, con el dolor podremos entender:
Estas son las palabras que dirijo a este anciano:
El dolor permanece, el mármol desaparecerá.

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Hugo von Hofmannsthal: Poesía lírica, seguida de Carta de Lord Chandos, Igitur, Montblanc, 2002, Trad. Olivier Giménez López, pp. 161-164

permanecerá

Raoul Hausmann_Untitled_1930

Raoul Hausmann, Sin título (1930)

Si el tiempo era bueno saldrían de excursión. Todo parecía posible. Todo parecía perfecto. En aquel preciso momento (aunque no podía durar, pensó, disociándose del instante mientras los demás hablaban sobre botas), en aquel preciso momento logró la seguridad; era como un halcón suspendido sobre el cielo; como una bandera desplegada en un fluido de alegría que llenaba por completo y dulcemente todas las fibras de su cuerpo, y no ruidosamente, sino más bien de manera solemne, porque brotaba, pensó, contemplándolos a todos, mientras comían, de su marido, de sus hijos y de sus amigos; todo lo cual, al surgir en aquella honda quietud (se disponía a servir a William Bankes una tajada muy pequeña y examinaba las profundidades de la olla de barro) parecía detenerse allí, sin razón especial, como si se tratara de humo, como un vapor que subía hasta lo alto, manteniéndolos a salvo. No era necesario decir nada; no se podía decir nada. Allí estaba rodeándolos a todos. Participaba, le pareció, mientras servía con esmero al señor Bankes una tajada especialmente jugosa, de la eternidad, como ya le había parecido que había sucedido con algo completamente diferente en otro momento, aquella misma tarde; hay una coherencia en las cosas, una estabilidad; quería decir que había algo inmune al cambio, algo que brillaba (contempló la ventana con su ondulación de luces reflejadas), frente a lo transitorio, lo pasajero, lo espectral, como un rubí; de manera que de nuevo aquella noche tenía el sentimiento de paz, de descanso, que ya había experimentado anteriormente durante el día. Con momentos así, pensó, se construye la realidad que permanece para siempre. Esto permanecerá.

Virginia Woolf: Al faro, Madrid, Alianza, 2006, pp. 122-123