constante

Ángel Acosta León- Mutación Constante (1963)Ángel Acosta León- Mutación constante (1963)

Sentirlo todo de todas las maneras,
vivirlo todo por todos los lados,
ser lo mismo al mismo tiempo de todos los modos posibles,
realizar en sí a toda la humanidad de todos los momentos,
en un solo momento difuso, profuso, completo y lejano.

Álvaro de Campos: Tránsito de las horas (fragmento), en Fernando Pessoa: Antología Poética, Austral, Madrid, (trad. Ángel Crespo), 2011, p. 205

*

Sentir tudo de todas as maneiras,
viver tudo de todos os lados,
ser a mesma coisa de todos os modos possíveis ao mesmo tempo,
realizar em si toda a humanidade de todos os momentos
num só momento difuso, profuso, completo e longínquo.

Álvaro de Campos: Passagem das horas, en Poesías de Álvaro de Campos, Publicaçoes Europa-América, Mem Martins, 1990, p.192

 

Obra de Ángel Acosta León

devenir(vii)

Henri Matisse
Henri Matisse fotografiado por Henri Cartier Bresson (1951)

«Varias veces he tenido también la idea -es necesario que la anote- de hacer hablar al pájaro, de describirlo en primera persona. Tendré que probar esa salida, tantear ese procedimiento.»

Francis Ponge: Notas tomadas para un pájaro, en La rabia de la expresión, Icaria, Barcelona, 2001, p.60

Algunos retratos de Henri Cartier Bresson

devenir (vi)

Fabrizio Bertuccioli, Paolo Pace, Bernadoni, Alvin Curran, Yvonne, Carla Cassola.  Photo, Figurelli (1971)Fabrizio Bertuccioli, Paolo Pace, Bernadoni, Alvin Curran, Yvonne, Carla Cassola.  (Fotografía: Figurelli, 1971)

1730: Devenir-Intenso, Devenir-Animal, Devenir Imperceptible

Pues bien, ¿de qué trata la música, cuál es su contenido indisociable de la expresión sonora? No es fácil decirlo, pero es algo así como: un niño muere, un niño juega, una mujer nace, una mujer muere, un pájaro llega, un pájaro se va. Lo que queremos decir es que esos no son temas accidentales de la música, incluso si se pueden multiplicar los ejemplos, y mucho menos ejercicios imitativos, sino algo esencial. ¿Por qué un niño, una mujer, un pájaro? Porque la expresión musical es inseparable de un devenir-mujer, de un devenir-niño, de un devenir-animal que constituyen su contenido. ¿Por qué el niño muere, o el pájaro cae, como atravesado por una flecha? A causa precisamente del «peligro» propio de toda línea que se escapa, de toda línea de fuga o de desterritorialización creadora: transformarse en destrucción, en abolición. Melisande, una mujer-niña, un secreto, muere dos veces («ahora le toca a la pobre niña»). La música nunca es trágica, la música es alegría. Pero sucede necesariamente que nos dé ganas de morir, no tanto de felicidad como de morir felizmente, desaparecer. No porque despierte en nosotros un instinto de muerte, sino a causa de una dimensión específica de su agenciamiento sonoro, de su máquina sonora, el momento que hay que afrontar, en el que la tranversal se transforma en línea de abolición. Paz y exasperación. La música tiene sed de destrucción, todo tipo de destrucción, extinción, destrucción, dislocación. ¿No es ése su «fascismo» potencial? Pero cada vez que un músico escribe In memoriam, no se trata de un motivo de inspiración, ni de un recuerdo, sino, al contrario, de un devenir que no hace más que afrontar su propio peligro, sin perjuicio de caer para renacer: un devenir-niño, un devenir-mujer, un devenir animal, en tanto que son el contenido mismo de la música y van hasta la muerte».

G. Deleuze y F. Guattari: Mil Mesetas, Pre-textos, Valencia, 2004, p.298

Alvin Curran

devenires (v)

Claude_Monet,_Impression,_soleil_levant,_1872
Claude Monet, Impression, Soleil levant, 1872

(El señor Keuner y la marea)

Caminando por un valle, advirtió de pronto el señor Keuner que sus pies chapoteaban en el agua. Y al punto se dio cuenta de que su valle era en realidad un brazo de mar y se acercaba la hora de la marea. Se detuvo de inmediato por ver si descubría alguna barca, y no se movió del sitio mientras la esperaba. Pero al no aparecer ninguna, abandonó sus esperanzas y confió más bien en que el agua no siguiera subiendo. Sólo cuando le llegó a la barbilla, abandonó también esa esperanza y se lanzó a nadar. Había descubierto que él mismo era una barca.

Brecht, Bertolt: Narrativa Completa 3, Alianza, Madrid, 1991, p.35

transformar(se)

leonora carington-laberinto

Labyrinth, Leonora Carrington (1991)

La búsqueda

El Laberinto es el cuerpo del Minotauro. Cuando Teseo va de aposento en aposento en busca del monstruo, se convierte poco a poco en el Minotauro. Éste se lo ha incorporado. Por eso es imposible que Teseo le mate al final, a no ser que se mate a sí mismo.
Cada uno se transforma en aquello que busca.

Michael Ende, Carpeta de apuntes, p.76

devenires (iv)

los ojos del oso

Heinrich von Kleist (1777-1811)

 

En este punto, dijo el señor C… amistosamente, he de contarle yo otra historia, y no le costará apreciar que viene como anillo al dedo.
Me hallaba de camino hacia Rusia en una quinta del señor de G…, un aristócrata livonio, cuyos hijos se entrenaban asiduamente por aquel entonces en el arte de la esgrima. Sobre todo el mayor, recién vuelto a la universidad, se las daba de maestro, y una mañana cuando yo estaba en su cuarto me ofreció un florete. Esgrimimos; pero resultó que yo le superaba; por añadidura le obcecó la pasión; casi cada una de mis estocadas lo alcanzaba, y por último su florete voló a un rincón. Medio en broma, medio contrito, me dijo al tiempo que recogía el florete que había dado con la horma de su zapato; pero que tal horma existía para toda criatura, y que me iba a conducir ante la mía. Los hermanos prorrumpieron en carcajadas gritando: ¡ea! ¡ea! ¡a la leñera con él!, y cogiéndome de la mano me llevaron ante un oso que el señor de G… su padre, hacía criar en la finca.
El oso, cuando me acerqué a él sin salir todavía de mi asombro, estaba erguido sobre las patas traseras; apoyado contra un poste al que se hallaba atado, alzaba la zarpa derecha presta a la réplica, y me miraba a los ojos: tal era su posición de guardia. Confrontado a un adversario semejante, yo no sabía si soñaba o estaba despierto; pero el señor de G… me decía, ¡ataque! ¡ataque, e intente asestarle siquiera una estocada! Así que me hube recobrado un poco de mi estupefacción, me lancé sobre el florete en mano; el oso movió ligerísimamente la zarpa y paró el golpe.
Ahora yo me encontraba casi en la misma trampa que el joven señor de G… La seriedad del oso me sacaba de mis casillas, se sucedían estocadas y fintas, me empapaba el sudor: ¡todo en vano! El oso no sólo paraba todos mis golpes, como el mejor esgrimidor del mundo, sino que además ni siquiera se inmutaba por las fintas (y en ello ningún esgrimidor del mundo hubiera podido imitarlo): con los ojos fijos en los míos, cual si en ellos me pudiese leer el alma, allí estaba plantado, con la zarpa alzada y pronta a la réplica, y cuando mis estocadas no iban en serio, ni se movía.

Kleist, Heinrich von: Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, Madrid, Hiperion, 1988, pp.34-35

Heinrich-Von-Kleist-Sobre-El-Teatro-de-Marionetas

devenires (iii)

escarabajo

Visto desde lo alto

En un sendero yace un escarabajo muerto.
Tres pares de patas cruzadas sobre el vientre con esmero.
En lugar del caos de la muerte, pulcritud y orden.
El horror de esta imagen resulta moderado,
su alcance es sólo local: de la grama a la menta.
La tristeza no se contagia.
El cielo es azul.
Para nuestra tranquilidad, los animales no mueren:
revientan de una muerte digamos menos honda,
perdiendo -queremos creer- menos sentir y menos mundo,
abandonando -creemos- un escenario menos trágico.
Sus mansas ánimas no nos espantan de noche,
respetan las distancias,
se mantienen a raya.

Y helo aquí: en un estado indeplorable,
el escarabajo muerto en el sendero resplandece bajo el sol.
El tiempo de una mirada basta para pensar en él:
no le ha ocurrido nada importante, parece.
Lo importante, dicen, es lo que nos atañe a nosotros.
La vida, pero sólo nuestra, o la muerte, pero también sólo nuestra,
una muerte que así goza de su obligada primacía.

W. Szymborska,  Paisaje con grano de arena (1997)

[Gracias, Ana, por tu respuesta]

puede leerse aquí

devenires (ii)

en los ojos del caracol para siempre abiertos los ojos de Raymond Carver

Caracol

fotografía: Adam Voorhes

Raymond Carver

(25 de mayo de 1939 — 2 de agosto de 1988)

PARA SIEMPRE

A la deriva en una nube de humo,

sigo la raya que en el suelo del jardín deja un caracol

hasta el muro de piedra.

Solamente al final me acuclillo, veo

lo que hay que hacer y, de repente,

me adhiero a la piedra húmeda

Empiezo a mirar lentamente alrededor

y a escuchar, utilizando para ello

mi cuerpo entero como el caracol

utiliza el suyo, relajado, pero alerta.

¡Atención! Esta noche es un hito

en mi vida. Después de esta noche,

¿cómo podré volver a mi

vida anterior? Mantengo los ojos fijos

en las estrellas, les hago señales

con mis antenas. Me sujeto bien

durante horas, descansando sin más.

Más tarde, la pena comienza

a gotear en mi corazón.

Recuerdo que mi padre está muerto,

y que me voy a ir pronto

de esta ciudad. Para siempre.

Adiós, hijo, dice mi padre.

Casi al amanecer, bajo

y vuelvo errabundo a casa.

Todavía están esperándome,

el espanto aletea en sus rostros

cuando se encuentran con mis nuevos ojos por primera vez.

Raymond Carver, Todos Nosotros, Bartleby Editores, Madrid, 2007, p.62-63

*

FOREVER

Drifting outside in a pall of smoke,
I follow a snail’s streaked path down
the garden to the garden’s stone wall.
Alone at last i squat on my heels, see

what needs to be done, and suddenly
affix myself to the damp stone.
I begin to look around me slowly
and listen, employing

my entire body as the snail
employs its body, relaxed, but alert.
Amazing! Tonight is a milestone
in my life. After tonight

how can I ever go back to that
other life? I keep my eyes
on the stars, wave to them
with my feelers. I hold on

for hours, just resting.
Still later, grief begins to settle
around my heart in tiny drops.
I remember my father is dead,

And I am going away from this
town soon. Forever.
Goodbye son, my father says.
Towards morning, I climb down

and wander back into the house.
They are still waiting,
fright slashed on their faces,
as they meet my new eyes for the first time.

snails world

devenires (i)

Axolotl_Fotografía: Stephen Dalton

 …

Julio Cortázar (1914-1984)

axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.