Metropolis (Fritz Lang, 1927)
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La realidad que ha triunfado está organizada como un plató de televisión. Focos de luz cegadora, shows continuos en los que el público forma parte también del show, risas enlatadas que pautan los tiempos, espacios reales y virtuales que se mezclan para ocultar que nada se oculta. Esencia y apariencia se han fundido en una visibilidad total en cuyo interior habitamos. Continua exhibición de un Yo indiferente que, sin embargo, siente una necesidad terrible de la mirada del Otro. Encadenados, nuestros antepasados veían pasar las sombras que proyectaba el fuego encendido en la caverna platónica. Ahora, en cambio, todos somos figurantes del videojuego. Quisiéramos, como prometía un anuncio de la lotería, «desaparecer». Pero es difícil hacerlo. Intentamos fugarnos en cuanto podemos. Y la fuga con la que soñamos es siempre la misma: una playa lejana. Esta es la representación por excelencia de nuestro paraíso. Arrancar un instante de eternidad al tiempo para poder creer en algo. Mirar el horizonte. Lo que ocurre es que el horizonte hace mucho que ha desaparecido. La línea de horizonte se ha convertido en una soga de la que cuelgan los diez suicidados cada día en España, según las últimas estadísticas. La playa que un mar azul turquesa bañaba ha resultado ser un escenario de cartón piedra vigilado desde un dron que vuela incansablemente sobre nuestras cabezas. Estamos en guerra. En el interior de la vida que vivimos el único horizonte existente es el que ofrece la obsolescencia programada. Hasta que alguien se ahoga con tanta luz y se arranca la luz. La oscuridad, por fin la oscuridad de lo inhóspito. Nunca sabrán cuántos somos. La sombra viva enciende la noche.
Santiago López Petit: Hijos de la noche, Bellaterra, Barcelona, 2014, pp. 91-92