Elias Canetti

Masa y poder

Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra; le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indifensa del agredido. (…) Uno se cierra en casas en las que nadie debe entrar y sólo dentro de ellas se siente medianamente seguro. El miedo al ladrón se configura no sólo como un temor a la rapiña sino también como un temor a ser tocado por algún repentino e inesperado ataque procedente de las tinieblas. La mano, convertida en garra, vuelve a utilizarse siempre como símbolo de tal miedo. (…) Esta aversión al contacto no nos abandona tampoco cuando nos mezclamos con la gente. La manera de movernos en la calle, entre muchos hombres, en restaurantes, en ferrocarriles y autobuses, está dictada por este temor. Incluso cuando nos encontramos muy cerca unos de otros, cuando podemos contemplar a los demás y estudiarlos detenidamente, evitamos en lo posible entrar en contacto con ellos. Si actuamos de otra manera sólo es porque alguien nos ha caído en gracia y entonces el acercamiento parte de nosotros mismos.

Virginia Woolf

faro

Al faro

-Si el tiempo es bueno, por supuesto que iremos -dijo la señora Ramsay. Pero tendréis que levantaros con la aurora -añadió.

Fue muy grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era cosa segura y que la maravilla que anhelaba desde hacía tanto tiempo -años y años, se diría- se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de una mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimieto de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad supraterrena a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría.

Virginia Woolf: Al faro, Madrid, Alianza, 2006, p. 9