Frederic Amat: Estudio sogas rojo (2008)
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UN ESPECTÁCULO INTERRUMPIDO
¡Cuán lejos está la civilización de procurar los goces atribuidos a tal estado! Uno debería, por ejemplo, sorprenderse de que una asociación entre los soñadores que habitan en ella no exista, en toda gran ciudad, para proveer a un periódico que observe los sucesos bajo la luz propia del sueño. Artificio, la realidad, bueno para fijar el intelecto promedio entre los espejismos de un hecho; pero descansa por eso mismo sobre algún entendimiento universal, evidente, simple, que sirve de modelo. Quiero, pensando sólo en mí, escribir cómo golpeó mi mirada de poeta, tal Anécdota, antes que la divulguen los reporteros entrenados por la muchedumbre para asignar a cada cosa su carácter común.
El pequeño teatro de las PRODIGALIDADES añade la exhibición de un primo viviente de Atta Troll o de Martín en su espectáculo de magia La bella y el genio; para reconocer la invitación del doble boleto que ayer extravié en mi casa, yo había colocado mi sombrero en el asiento vacío a mi lado; la ausencia de un amigo testimoniaba allí el gusto general para esquivar este ingenuo espectáculo. ¿Qué pasaba ante mí? Nada, excepto que: de palideces evasivas de muselina refugiadas en veinte pedestales al estilo de la arquitectura de Bagdad, brotaban una sonrisa y brazos abiertos a la triste pesadez del oso: mientras que el héroe, un payaso, evocador y guardián de estos silfos, en su alta desnudez argéntea, se burlaba del animal con nuestra superioridad. Gozar como la muchedumbre del mito incluso en toda trivialidad, cuánto reposo y, sin vecinos en que verter reflexiones, ver la ordinaria y espléndida vigilia encontrada en las candilejas por mi búsqueda aletargada con imaginaciones o con símbolos. Extraño a mucha reminiscencia de atardeceres semejantes, ¡el más nuevo incidente! suscita mi atención: una de las numerosas salvas de aplausos discernidos según el entusiasmo a la ilustración sobre el escenario del privilegio auténtico del Hombre acababa, ¿quebrada por qué?, de detenerse precisa, con un continuo estruendo de gloria en su apogeo, incapaz de esparcirse. Todo oídos, fue necesario ser todo ojos. Del gesto del títere, una palma crispada en el aire abriendo los cinco dedos, comprendí que él, ¡ingenioso!, había captado las simpatías por el ademán de atrapar alguna cosa al vuelo, figura (y eso es todo) de la facilidad con que cada cual toma una idea, y que, movido por el vientecillo, el oso, rítmica y suavemente alzado, interrogaba la proeza con una garra colocada sobre las cintas del hombro humano. Nadie respiraba siquiera, tantas consecuencias graves para el honor de la raza comportaba aquella situación: ¿qué iba a suceder? La otra pata se abatió, ágil, contra un brazo extendido a lo largo del traje; y se vio, pareja unida en un acercamiento secreto, cómo un hombre inferior, bueno, de pie sobre dos piernas con pelo separadas, estrechaba, para aprender allí las prácticas del genio, y su cráneo de negro hocico no llegando sino a la mitad, el busto de su hermano brillante y sobrenatural: pero que, ¡él!, elevaba, la boca loca de vacío, una cabeza horrorosa removiendo con un hilo visible en el horror las denegaciones verdaderas de una mosca de papel y de oro. Brillante espectáculo, más vasto que los tablados, con esta dádiva, apropiada para el arte, de durar largo tiempo; para completarlo dejé, sin que me ofuscase la actitud probablemente fatal adoptada por el mimo depositario de nuestro orgullo, brotar tácitamente el discurso prohibido al vástago de los parajes árticos: «Sé bueno (era el sentido), y más bien que faltar a la caridad, explícame la virtud de esta atmósfera de esplendor, de polvo y de voces, en que me enseñaste a moverme. Mi pedido, insistente, que tú no pareces, en una angustia que sólo es fingida, responder ni saber, es justo, arrojado a las regiones de la sabiduría, ¡primogénito sutil!, a mí, para darte libertad, vestido aún de la morada sin forma de las cavernas donde sumergía, en la noche de las épocas humildes, mi escondida fuerza. Confirmemos con este estrecho abrazo, ante la multitud sentada con ese fin, el pacto de nuestra reconciliación.» ¡La ausencia de algún hálito unida al espacio, en qué lugar absoluto vivía yo, uno de los dramas de la historia astral, eligiendo, para producirse allí, este modesto teatro! La multitud entera se eclipsaba, en el emblema de su situación espiritual, magnificando la escena: dispensador moderno del éxtasis, sólo, con la imparcialidad de una cosa elemental, el gas, en las alturas de la sala, continuaba un ruido luminoso de expectativa.
Se rompió el encanto: fue cuando un trozo de carne, desnudo, brutal, atravesó mi visión dirigido desde el intervalo del escenario, adelantándose algunos instantes a la recompensa, misteriosa de ordinario luego de estas representaciones. Andrajo sustituido sangrando al lado del oso que, recobrando sus instintos antes que una curiosidad más alta de que el fulgor teatral lo dotaba, cayó en cuatro patas y, como llevando el Silencio en sí mismo, fue con el movimiento de su especie a husmear esta presa para aplicar en ella los dientes. Un suspiro, casi exento de decepción, alivió incomprensiblemente la asamblea, cuyos binoculares, de hilera en hilera, buscaron, encendiendo la nitidez de sus cristales, el juego del espléndido imbécil evaporado en su temor; pero vieron una abyecta cena, preferida tal vez por el animal a la misma cosa que le hubiera sido necesario hacer de nuestra imagen, para probarla. La cortina, dudando hasta entonces de acrecentar el peligro o la emoción, abatió súbitamente su diario de tarifas y de lugares comunes. Me levanté, como todo el mundo, para ir a respirar afuera, sorprendido de no haber sentido, una vez más, el mismo género de impresión que mis semejantes, pero sereno: porque mi modo de ver, después de todo, había sido superior, y hasta verdadero.
Stéphane Mallarmé: Obra poética II, Hiperión, Madrid, trad. de Ricardo Silva-Santisteban, 1981, pp.33-39