sensación reunida

Egon Schiele: Pareja sentada (1915)

CARA

Otra vez el dolor y su ciencia
imponen entre nuestros dichos deseo.

El dolor como deseo y el dolor
como indúctil posibilidad.

«…nada de historia,
nada de teoría literaria,
nada de nada» -dijiste.

Nada de lo que hay que saber,
de lo que hay que aprender a saber;
no pueden escribir las sensaciones.

La atención consiste en encontrar
en esta foto
el cuerpo que en el deseo había perdido
el hilo de las sensaciones.

-voces oídas.
La voz de «pa», «ma»
A la cisterna de las palabras
del agua llovida.

Allí estaré, mientras juntás el agua para el pelo

deseándote.

Allí mirando el poder de los embustes,
las teorías,
los saberes que en el cuerpo
como un tatuaje te hacen detener
las propias imágenes consentidas,

las alcanzadas por indiferencia, por rencor,
por miedo puro

indiferente en ellos,
diferente en mí.

Allí estaré esperándote.

Solo nuestro dolor parece el sentido;
y placer, aunque ausente,
la sensación reunida.

Sólo niega
el sentido.
su sentido

el tacto,
incluso el sabor
-y esa mano pequeña
que lleva la del padre herido como un juguete.

En un divino mapa que viaja otra vez
hacia la guerra de Oriente,
hacia otra escollera inmaterial
de indolente paciencia…

Arturo Carrera: Potlatch, Amargord, Madrid, 2010, pp. 31-32

signos

 

Egon Schiele: Girasoles (1911)

Los signos del dolor

La Revolución Francesa no acabó con todas las tiranías. La muerte en la guillotina de Luis XVI no alejó a los ciudadanos ni del dolor ni de la muerte. Por el contrario, la transición entre el Antiguo y el Nuevo Régimen transformó el miedo en una forma de padecimiento que compartieron por igual testigos y víctimas. El nuevo orden no benefició a unos a expensas de otros; no hizo distinciones entre estamentos o clases; no salvaguardó a los nobles ni a la Iglesia; no discriminó entre fuerte o débiles, entre burgueses y campesinos, entre pobres y ricos, o entre mujeres, hombres o niños. Por el contrario, el sufrimiento igualó y deformó sus rostros; modificó sus gestos y expresiones; convirtió su presencia pública en un teatro de máscaras, gritos y gestos uniformes. Puesto que el dolor se comportaba, a todos los efectos, como un animal salvaje, no faltaron plumas dispuestas a escribir su historia. Pero no ya la crónica política o civil del padecimiento colectivo, sino su historia natural: la forma en la que el daño se expresaba como un fenómeno natural y, en el extremo, como el grito de la vida. De entre todas ellas, destaca la de Marc-Antoine Petit (1766-1811). Este médico y cirujano de Lyon redactó en 1799 un discurso que, en su fondo y forma, se asemejaba a la vieja tradición de la diatriba política. En su estilo rezumaba todavía la prosa del famoso Discurso que el ilustrado Buffon escribió para su Historia natural. Tenía entonces treinta y tres años:

Ciudadanos: he venido a hablaros de vuestro enemigo, del enemigo eterno del género humano, de un tirano que golpea con la misma crueldad a la infancia y a la vejez, al débil y al fuerte, que no respeta ni los talentos ni los rangos, que jamás se detiene ni ante el sexo ni ante la edad; que no tiene amigos a los que perdonar ni esclavos a los que favorecer, que aflige a sus víctimas delante de sus amigos, en el seno de sus placeres; que no teme el resplandor del día más que el silencio de la noche; contra quien la anticipación es vana y la defensa tanto menos segura cuanto que parece armarse contra nosotros con todas las fuerzas de su naturaleza.

Algunos años antes, en 1793, la Convención había ordenado de la destrucción de Lyon, una ciudad que los jacobinos consideraban un reducto realista. Bajo el lema «Lyon ya no existe», unas mil ochocientas personas fueron asesinadas por las denominadas mitraillades, descargas de mosquetes disparadas a discreción contra la población civil; otras muchas fueron ejecutadas en la guillotina. Los cuerpos caían al suelo con la misma facilidad con la que se derrumbaban los edificios de la segunda ciudad más importante de Francia. O al revés: los muros cedían como se quiebran los huesos de las estructuras anatómicas. Aunque la comparación provenía de los teóricos del Nuevo Régimen, no pasó inadvertida al cirujano Petit. En 1796, tan solo tres años después de las masacres, pronunció un nuevo discurso en la apertura del curso de Anatomía y Cirugía del Hôtel-Dieu sobre la influencia de la Revolución en la sanidad pública: «Las revoluciones son a los cuerpos políticos sobre los que actúan lo mismo que los medicamentos a los cuerpos humanos alterados sobre los que deben restablecer la armonía», escribió. Tanto en relación con el organismo fisiológico como con el cuerpo político, el restablecimiento de la salud debía ir siempre precedido de una sensación lesiva. A su juicio, el mismo sufrimiento, ya fuera físico o político, que atenazaba a la humanidad, no solo constituía el signo de una enfermedad, sino también la primera manifestación de su remedio.

Javier Moscoso: Historia cultural del dolor, Taurus, Madrid, 2011, pp.127-128

del sentimiento

Egon Schiele - Portrat einer Dame (Portrait of a Woman), 1908Egon Schiele: Portrat einer Dame (1908)

SOBRE LA REFLEXIÓN (UNA PARADOJA)

En el mundo entero se encarece la utilidad de la reflexión; en especial aquélla de gran duración que, practicada con sangre fría, precede al acto. Si fuera yo español, italiano o francés no me extendería más en estas consideraciones. Pero como soy alemán, pienso endilgarle a mi hijo alguna vez el siguiente discurso, en especial si le da por abrazar la carrera de las armas.

«El momento oportuno para la reflexión, sábelo, se halla mucho más después que antes del acto. Cuando la reflexión se pone en marcha antes de la decisión, o en el instante mismo de ésta, parece solo extraviar, obstaculizar y reprimir la fuerza necesaria para la acción, que brota del sentimiento soberano. Por el contrario después, una vez ejecutada la acción, puede hacerse de la reflexión el uso para el que ella es concebida realmente al ser humano: a saber, cobrar conciencia de lo que en nuestro proceder fue defectuoso y caduco, y regular el sentimiento para otras ocasiones venideras. La vida misma es un combate contra el destino; y se relaciona con la acción análogamente a como con la lucha. El atleta, en el instante en que se abraza a su contrincante, no puede proceder de ninguna manera atendiendo a otra cosa que no sean sus inspiraciones del momento; y quien quisiera pararse a calcular qué músculo contraer y qué miembro mover para alcanzar la victoria, ineluctablemnte saldría perdiendo y resultaría derrotado. Pero después, cuando ya ha vencido o bien yace por tierra, puede resultar apropiado y no estar fuera de lugar reflexionar sobre la presión que derribó a su contrincante, o sobre qué pierna hubiera debido oponerle para mantenerse en pie. Quien no tiene abrazada a la vida como uno de estos luchadores, y multiplicando sus miembros, después de todos los lances del combate, después de todas las resistencias, presiones, fintas y reacciones, experimenta y siente: ése no conseguirá imponer nada de nada en una conversación; y por descontado mucho menos en una batalla”.

Heinrich von Kleist: Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, Hiperión, Madrid, Trad. de Jorge Riechmann, 1988, pp. 69-70