una compañía

Marcel Broodthaers: Véritablement (1968)

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SOBRE LA SOLEDAD

El meollo de lo que escribo es un único asombro. Es asombroso que dentro de todas las agrupaciones humanas exista desde siempre un deseo de huir que ningún grupo acepta. Este misterio ha enardecido mis días desde la más tierna infancia. En el seno mismo del movimiento de asociación de los seres, de la focalización de hogares, del culto a los muertos, de la arquitectura cuadrangular de las puertas y los templos, de la fetichización del sitio, del diálogo de todos con todos en la lengua hablada en común, hay una brecha.

Una válvula.

Un hueco.

Una fisura que recuerda la fossa misma donde el nacimiento interpela los rostros.

Igualmente la muerte, entre los hombres, crea un agujero imaginario, lo mismo que en la psique de los sobrevivientes, el cual se proyecta en el espacio: agujero de la tumba donde se entierra al muerto. Intervalo en el espacio cuadrangular como una tumba, bajo la forma de la pared pintada de blanco (album, calcita), donde se le representa con la forma de cuadro. La palabra francesa page dice tanto el país como el ma, el lugar de intervalo donde se coloca la letra, donde el espíritu del lugar (el kami) se posa en la montaña, excava su claro en el monte alto. Es así como la página de los libros (pagus vacía, ese extraño país, blanco en sí mismo, que se entrega a la psique enlutada) es heredera de esa brecha imaginaria que trato de evocar.

 

En este espacio se respira, por fin.

Se cierra la boca. Se escribe. Se está solo. Se es uno mismo. Se respira.

 

Se me metió en la cabeza fundar este retiro -esta retracción que los míos me reprochaban desde que era niño- con el fin de hallar el medio de continuar viviendo allí.

 

Emily Brontë: «Exijo que nadie interfiera en mi deseo de mantenerme apartada. Ocuparse de los pobres, llevar el té a los pastores que están de visita: he aquí lo que se halla por encima de mis fuerzas.»

 

Al final de la Ethica, Spinoza sueña con una comunidad de raros, de difíciles, de secretos, de ateos, de despiertos, de luminosos, de luminiscientes, de Aufklärer. Fundar un club antidemocrático cerrado a los sacerdotes, los magistrados, los filósofos, los políticos, los editorialistas, los profesores, los galeristas. Quizás hace falta retornar a una difusión más solitaria y más clandestina de la obra de arte. Horror pleni, error pleni. Haría falta afinar un medio para mostrar las obras como antaño la música sabia, apartada de la Corte. Como antaño Sainte Colombe. Como antaño Esprit, La Rochefoucauld, madame de Sablé, los retratos, las máximas, los fragmentos, las novelas: apartados de Versailles y apartados de derecho. Reservar un bolsillo para la rareza cuando se ha vuelto extrema, una cavidad en el corazón de la soledad, una grieta de la no reproductibilidad. Como Jacqueline Pascal al final de la noche que va del 3 al 4 de enero de 1652, en París. Está sola. Es completamente joven y está completamente sola y deja dormir a aquellos que prefieren dormir. Está sola y no besa a nadie por temor a que lloren. No se tocan. Como Miguel Ángel un día, una mañana de enero de 1484, al alba,  en la destrucción encantada de una estatua hecha de nieve, que se deshace a medida que el sol se alza y su resplandor la ilumina. No se mueve. Contempla ese derrumbamiento del cual no quedará, a sus pies, más que un agua mezclada con lodo. Reanudar la irreproductibilidad sagrada. Lo singular. La única vez. Poder cerrar la puerta de la galería a aquellos a quienes no se desea ver, poder rechazar la cesión de derecho a la comunidad internacional que coloniza o aterroriza, poder rechazar la venta a los analfabetos, discriminar a los imbéciles, extraviar a los inoportunos, perder a los familiares. Arrancar la accesibilidad misma a la repetición. Desubordinar la producción artística al éxito del número más grande, a la recuperación nacional, a la censura de una comunidad de creyentes. Es esto lo que intentamos hacer Emmanuel Hocquard y yo en 1971, en Malakoff, alrededor de una imprenta tipográfica, en la amistad. Nueve era entonces un número apenas pensable de «ejemplares». Incluso dos manos enteras no bastaban para sostenerlos. Bebíamos más botellas de vino que reproducíamos los libros que componíamos.

Era de noche. Llegábamos por el callejón negro. Emmanuel empujaba la puerta del taller.

Una mujer muy bella, un perro terrible, los cuatro juntos éramos felices.

 

Se trata de traer el «Érase una vez» del origen.

La puerta es única y nuestro cuerpo está solo, en ella, entreabriéndola.

Es la puerta sexual a través de la cual nacemos solos.

Sófocles: pobres generaciones de mortales, no hay, entre cada una de ellas, más que una nada.

Ninguna ciudad puede ser erigida como una muralla contra la muerte.

Ningún ejército, por numerosos que sea, puede defenderte contra ella.

El diezmo que se paga es la muerte solitaria.

Es aún más solitaria que los nombres propios que distinguen unos de otros a los individuos.

La soledad es el último pase.

Pues los nombres propios que nos designan individualmente han sido retomados, uno a uno, de los labios de un muerto.

Y así cada cual entra solo por la puerta donde otro desapareció.

 

Entramos solos a la casa de los que fueron.

Ningún cortejo entra con el que ha muerto al mundo de los muertos, que no es un mundo

y el lamento fúnebre que lo llora ni siquiera es ya un ruido para sus orejas.

Aquel que partió antaño también estaba tan solo en el momento de abandonar la luz como aquel que ya se apresta a irse, asfixiándose mortalmente en el día que descubre.

Es necesario decir de la muerte: puerto terrible donde embarcamos solos

en lo que zozobra

hacia lo que zozobra.

 

Se lee solo, de soledad en soledad, con un otro que no está ahí.

Ese otro que no está ahí no responde y, sin embargo, responde.

No toma la palabra y, sin embargo, una particular voz silenciosa, tan singular, se eleva de entre las líneas que cubren las páginas de los libros, sin sonar.

Todos aquellos que leen están solos en el mundo con su único ejemplar. Forman la comunidad misteriosa de los lectores.

Una compañía de solitarios, como se dice de los jabalíes bajo la sombra tupida de los árboles.

 

Evoco el núcleo del sueño al fondo de la psique de cada uno.

El nucleus indomesticable.

Ma para siempre no sonoro, no luminoso, no público, infotografiable, infilmable, incomunicable, como alérgico en su secreto.

Aquí x, y, z no pueden entrar. Ningún grupo puede entrar. Ni siquiera la lengua puede entrar. Ninguna familia.

Aquí no hay depósito legal. Aquí no hay baptisterio, sales Te Deum. Aquí hay el placer loco de perder todo porvenir personal en una experiencia imprevisible. Nadie mira a nadie en esta sombra donde se goza.

Gozar es estar solo y es cerrar los ojos.

De niño, me negaba a comer en la mesa familiar.

Curiosamente se me permitiría usar otra.

Me metían solo en una habitación, en la oscuridad, cerraban la puerta, yo comía.

 

Huir de la mirada.

Terminar nuestros días bajo la mirada de nadie.

Morir como los gatos en un ángulo invisible que consiguen en el lugar donde mueren.

 

Pascal QuignardSobre la idea de una comunidad de solitarios, Pre-textos, Valencia, Trad. de Adalber Salas Hernández, 2017, pp.73-79