cartas

Makart- Abundantia, Gifts of Earth 1870Hans Makart, Abundantia, Gifts of Earth (1870)

LA LIEBRE DE PASCUA PUESTA AL DESCUBIERTO O PEQUEÑA TEORÍA DEL ESCONDRIJO

Walter Benjamin

Esconder significa dejar huellas. Pero unas que sean invisibles. Es el arte de la mano fácil. Rastelli* escondía cosas en el aire.

Cuanto más aéreo un escondrijo, también más ingenioso. Cuanto más a la vista está, mejor.

Por lo tanto, jamás hay que esconder nada en los cajones, ni en armarios, ni bajo las camas o en el piano.

Juego limpio en plena mañana de Pascua: esconderlo todo, pero que se pueda descubrir sin tener que mover ningún objeto.

Mas no esconderlo descuidadamente: un pliegue en el tapete o un bulto en la cortina pueden delatar ese lugar en el que hay que buscar.

¿No conocen ustedes el relato de Poe titulado La carta robada? Entonces se acordarán de la pregunta: «¿No se ha dado usted cuenta de que todos los que esconden una carta sino la meten en un hueco practicado por ejemplo en la pata de una silla, sí la esconden al menos en algún agujero bien oculto?»**. Pues el señor Dupin –el detective de Poe- lo sabe de sobra. Y por eso mismo encuentra la carta donde su astuto rival la ha escondido: dentro de un tarjetero puesto en la repisa de la chimenea, a la vista de todos.

Nunca hay que buscar en el salón. Pues los huevos de Pascua siempre hay que esconderlos en el cuarto de estar; y cuanto menos ordenado esté, mejor.

En el siglo XVIII se escribían tratados eruditos sobre las cosas más raras: sobre los niños abandonados y las casas encantadas, sobre los tipos de suicidio y los ventrílocuos. Puedo muy fácilmente imaginarme uno sobre cómo esconder los huevos de Pascua que compitiera en erudición con todos esos.

Mi tratado estaría organizado en tres distintas partes o capítulos, y expondría al lector los tres principios fundamentales que corresponden al arte del escondrijo.

Primero: el principio de la pinza. Se trataría de las instrucciones para aprovechar junturas y grietas, de la enseñanza del arte de suspender los huevos entre los cerrojos y picaportes, o entre algún cuadro y la pared, o entre la puerta y el gozne, o incluso en la cerradura y entre los tubos de la calefacción.

Segundo: el principio del relleno. Este capítulo enseñaría a utilizar los huevos como tapones en el cuello de una botella, o como velas sobre un candelabro, como los estambres en un cáliz, como la bombilla en una lámpara.

Y, tercero: el principio de la altura con el principio de la profundidad. Como es bien sabido, primero vemos lo que está frente a nosotros, a la altura de nuestros ojos; luego ya miramos hacia arriba, y tan sólo al final nos preocupamos por lo que se encuentra a nuestros pies. Podemos poner los huevos más pequeños en equilibrio sobre los marcos de los cuadros; los grandes, sobre la lámpara de araña –si no nos hemos aún deshecho de ella-. Pero esto no es nada en comparación con los refugios siempre innumerables e ingeniosos que tenemos a disposición solamente a cinco o diez centímetros por encima del suelo. Pues tenemos la hierba que los esconde en las distintas formas de las patas de la mesa, los zócalos y los flecos de alfombra, las papeleras y los pedales de los pianos; ahí va a ser sin dunda en donde la auténtica liebre de Pascua deposite sus huevos, como homenaje a la casa de la gran ciudad.

Y ya que estamos en una capital, digamos unas palabras de consuelo para esos que viven entre paredes lisas con muebles de acero y han racionalizado su existencia, dejando a un lado el calendario de las fiestas. Si echan un vistazo a su gramófono o sino a su máquina de escribir, comprobarán que en ese espacio pequeñísimo hay tantos agujeros y escondrijos como en una casa de siete habitaciones en estilo Makart***.

Pero ahora tenemos que evitar que esta simpática lista, antes de que llegue el nuevo lunes de Pascua, vaya a caer en manos de los niños.

Walter Benjamin: Imágenes que piensan, en Obras libro IV/vol.I, Abada, Madrid, 2010, pp. 349-350

 

_________

Publicado en abril de 1932 en la revista Der Uhu. En Alemania existe la costumbre de que el domingo de Pascua los niños reciban el regalo de unos huevos coloreados, huevos que se supone que una liebre antes ha escondido en el jardín.

*Enrico Rastelli (1896-1931), famoso malabarista [N.T.]
** Cfr. Edgar Allan Poe, Cuentos, trad. Julio Cortázar, Madrid: Alianza, 1970, volI, pág. 537. [N.T.]
*** El Makart es un estilo decorativo que tuvo gran difusión en Alemania a finales del siglo XIX, bajo la influencia dominante del pintor Hans Makart (1840-1884). [N.T.]

anomalías

Relieve monstrando a Psamético. Tumba de Pabasa en TebasRelieve mostrando a Psamético. Tumba de Pabasa en Tebas

Humillaciones infligidas a Psaménito. Muerte del monarca egipcio.

Diez días después de haberse apoderado de la fortaleza de Menfis, Cambises, para afrentar a Psaménito, el rey de los egipcios, que había reinado seis meses, le obligó a tomar asiento en las afueras de la ciudad; le obligó, digo, a tomar asiento en compañía de otros egipcios, y puso a prueba su entereza haciendo lo siguiente: mandó ataviar a la hija de Psaménito con ropa de esclava y la envió con un cántaro a por agua; y, asimismo, hizo que la acompañaran otras doncellas que escogió entre las hijas de los cortesanos más insignes y que iban ataviadas igual que la del rey. Pues bien, cuando las doncellas, entre ayes y sollozos, pasaron ante sus padres, mientras que todos los demás, al ver a sus hijas afrentadas, prorrumpían también en exclamaciones y sollozos, Psaménito, al ver y reconocer ante sí a su hija, fijó sus ojos en el suelo. Una vez que las aguadoras hubieron pasado, Cambises le envió acto seguido a su hijo, en compañía de otros dos mil egipcios de su misma edad, con un dogal anudado al cuello y un freno en la boca. Los llevaban a expiar el asesinato de los mitilenos que habían perecido en Menfis con su nave; esa era, en efecto, la sentencia que habían dictado los jueces reales: como represalia, por cada persona debían morir diez egipcios de la nobleza. Entonces Psaménito, al verlos desfilar ante él y aún comprendiendo que a su hijo lo conducían a la muerte, mientras que los demás egipcios que estaban sentados a su lado rompían a llorar y se desesperaban, mantuvo la misma actitud que en el episodio de su hija.

Pero, cuando los jóvenes habían terminado de pasar, ocurrió que un individuo, entrado ya en años, del círculo de los que compartían su mesa, que se había visto privado de sus bienes y que no tenía más recursos que los de un pordiosero, por lo que iba mendigando a las tropas, pasó por al lado de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios que estaban sentados en las afueras de la ciudad. Entonces Psaménito, al verlo, rompió a llorar desconsoladamente y, llamando a su amigo por su nombre, comenzó a golpearse la cabeza. Como es natural, allí había gardias que daban cuenta a Cambises de todo lo que el egipcio hacía al paso de cada grupo. Extrañado, pues, ante su actitud, Cambises despachó un mensajero, que lo interpeló en los siguientes términos: “Psaménito, tu señor Cambises te pregunta: ¿por qué razón no prorrumpiste en exclamaciones ni en sollozos al ver a tu hija afrentada y a tu hijo camino de la muerte y, sin embargo, te has dignado a hacerlo por ese mendigo que, según se ha informado por terceras personas, no guarda parentesco alguno contigo?”. Esa fue, en suma, la pregunta que le formuló. Y, por su parte, Psaménito respondió como sigue: “Hijo de Ciro, los males de los míos eran demasiado grandes como para llorar por ellos; en cambio, la desgracia de un amigo, que ha llegado al umbral de la vejez sumido en la pobreza después de haber gozado de una gran prosperidad, reclamaba unas lágrimas”. Cuando esta respuesta fue transmitida por el mensajero, consideraron que era muy atinada. Y, al decir de los egipcios, Creso entonces se echó a llorar (pues se daba la circunstancia de que él también había acompañado a Cambises a Egipto), lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes, y el propio Cambises se sintió invadido de un sentimiento de piedad, por lo que, sin demora, ordenó que rescataran al hijo de Psaménito del grupo de los que estaban siendo ejecutados, y que sacaran al monarca de las afueras de la ciudad y lo condujeran a su presencia.

Pues bien, los que fueron en su búsqueda ya no hallaron con vida al muchacho, puesto que había sido ejecutado el primero; a Psaménito, en cambio, lo trasladaron, llevándolo a presencia de Cambises. Allí vivió en lo sucesivo sin sufrir la menor violencia.

(…)

Heródoto: Historia, Libro III, Gredos, Madrid, 2000, pp. 39-43

*

La historia de Psaménito, recogida siglos más tarde por Montaigne, merece aún una anotación de Walter Benjamin en El narrador. Esta historia, afirma Benjamin, «aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días».

Aún hoy sigue sorprendiéndonos que la respuesta de Psaménito a Cambises lograse suscitar el llanto del auditorio: de Creso, de los persas y que llegase a penetrar en el mismo Cambises, de modo parecido a como en las comedias consigue contagiarse la risa. Entonces cobra fuerza una de las apostillas que hace Benjamin a la historia: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor». Papel éste que acaba tomando el propio Psaménito para el auditorio.

Lo cierto es que no abundan historias de hombres que, ejerciendo el poder (nobles, gobernantes, reyes), se muestren llorando en público; pero aún en su escasez, estas historias son objeto de atención, estudio, y a la postre, enseñanza. Sin embargo, son difícilmente explicables, cuando no simples anomalías. Entre todas ellas, la historia de Craso -referida por Hugo von Hofmannsthal en La carta de Lord Chandos-, ese hombre que, llorando la muerte de su morena -pez en igual medida voraz y feo-, lloraba por nada. He aquí la norma.

procedimiento

vertigo-kim-novak-1958Fotograma de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958)

Pueden imaginarse nuestro procedimiento como seis expediciones dedicadas a escalar la misma cima o como seis vuelos sobre el palo de una escoba alrededor del Brocken. Quizás algunos de ustedes pensarán que están en un descenso al infierno; pasar siempre por el mismo agujero pero (cada vez)… por una escalera de caracol diferente.

Ivan Illich, citado en Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim: El normal caos del amor, Paidós, Barcelona, 2001, p.  27

Espectro de Brocken

…absolutamente

leonora-carrington_queria_ser_pajaro_
Leonora Carrington, «Quería Ser Pájaro» (1960)

EL HADA.- ¿Tenéis aquí la yerba que canta o el Pájaro Azul?
TYLTYL.- Hierba tenemos pero no canta…
MYLTYL.- Tyltyl tiene un pájaro.
TYLTYL.- Pero no puedo darlo.
EL HADA.- ¿Por qué?
TYLTYL.- Porque es mío.
EL HADA.- Ciertamente es una razón… ¿en dónde está ese pájaro?…
TYLTYL.- (Mostrándole la jaula.) En la jaula…
EL HADA.- (Poniéndose las gafas para examinar el pájaro.) No me gusta; no es bastante azul. Será preciso que vayáis a buscarme ese que necesito.
TYLTYL.- Pero yo no sé dónde está…
EL HADA.- Yo tampoco. Por eso hay que ir a buscarlo. Puedo, si es preciso, pasarme sin la hierba que canta; pero necesito absolutamente el Pájaro Azul.

Maurice Maeterlinck: El pájaro azul, Sopec, Madrid, 1996, pp.18-19