fundamental

René Magritte- Le Chateau de Pyrenees (The Castle of the Pyrenees) 1959René Magritte: Le Chateau de Pyrenees (1959)

Lo fundamental para el dialéctico es tener el viento de la historia en las velas. Para él pensar significa: izar las velas. Cómo se icen, eso es lo importante. Para él las palabras son tan sólo las velas. El cómo se icen las convierte en concepto.

Walter Benjamin: Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo, en Obras, libro I/ vol. 2, Abada, Madrid, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, 2012, p. 282

de espaldas

Magdalena Abakanowicz- Thirty Backwards Standing Figures (Treinta figuras erguidas de espaldas) 1993-94Magdalena Abakanowicz: Treinta figuras erguidas de espaldas (1993-94)

CONVERSACIÓN CON LA PIEDRA

 

TOCO LA PUERTA de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Quiero meterme en ti,
mirar alrededor,
tomarte como aliento.

—Vete —dice la piedra.
Estoy herméticamente cerrada.
Aun hechas pedazos
estaremos herméticamente cerradas.
Aun pulverizadas
no admitiremos a nadie.

Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Vengo sólo por curiosa.
La vida es la única ocasión.
Quiero recorrer tu palacio
y luego visitar a la hoja y a la gota.
Tengo poco tiempo para todo.
Mi mortalidad debería conmoverte.

—Soy de piedra —dice la piedra—
y necesariamente debo conservar la solidez.
Vete de aquí.
No tengo músculos para la risa.

Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
He escuchado que hay en ti grandes e inhabitadas salas,
hermosas en vano, nunca vistas,
sordas, sin el eco de los pasos de nadie.
Confiesa que tú misma  poco sabes de eso.

—Grandes e inhabitadas salas —dice la piedra—
pero no hay lugar en ellas.
Hermosas, tal vez, pero no para el gusto
de tus pobres sentidos.
Puedes reconocerme, pero no me conocerás nunca.
Dirijo hacia ti toda mi superficie,
interiormente permanezco de espaldas.

Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
No busco en ti refugio eterno.
No soy infeliz.
No vivo en la calle.
Mi mundo vale el retorno.
Entraré y saldré con las manos vacías.
Y como prueba de que estuve de verdad allí,
no presentaré más que palabras,
a las que nadie da fe.

—No entrarás —dice la piedra.
Ningún otro sentido sustituye al de ser parte.
Ni siquiera la vista agudizada hasta ver todo
te servirá de nada sin sentido de ser parte.
No entrarás, habrás si acaso presentido ese sentido,
estará en germen en ti, tendrás su imagen.

Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar dos mil siglos
para estar bajo tu techo.

—Si no me crees —dice la piedra—
dirígete a la hoja y te dirá lo mismo.
A la gota de agua y te dirá lo que la hoja.
Pregúntale al final a un cabello de tu propia cabeza.
La risa me dilata, la risa, una risa enorme
con la que no sé reírme.

Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.

—No tengo puerta —dice la piedra.

 

Wislawa Szymborska: Conversación con la piedra, en Poesía no completa, FCE, México, Trad. de Gerardo Beltrán, 2002, pp. 119-121

batalla

Anselm Kiefer, Am Anfang, 2008Anselm Kiefer: Am Anfang, Al principio (2008)

En esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de «encarcelamiento» múltiples, objetos para discursos que son ellos mismos elementos de esta estrategia, hay que oír el estruendo de la batalla.

Michel Foucault: Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, 1998, trad. de Aurelio Garzón del Camino, p.314

plano

Germaine Krull- Bicycle Wheels (1929)Germaine Krull: Ruedas de Bicicleta (1929)

ARTÍCULOS DE ESCRITORIO Y PAPELERÍA

PLANO-PHARUS. Conozco a una mujer que es distraída. Ahí donde yo tengo a mano los nombres de mis proveedores, el lugar donde guardo mis documentos, las direcciones de mis amigos y conocidos, la hora de una cita, en ella se han fijado conceptos políticos, consignas del partido, fórmulas confesionales y órdenes. Vive en una ciudad de consignas y habita en un barrio de términos conspiradores y hermanados, en el que cada callejuela toma partido y cada palabra tiene por eco un grito de guerra.

(…)

Walter Benjamin: Dirección única, Alfaguara, Madrid, Traducción de Juan J. del Solar y Mercedes Allendesalazar, 1987, p. 50

nombres

 Toute la mémoire du monde (Alain Resnais, 1956)Fotograma de Toute la mémoire du monde (Alain Resnais, 1956)

Preguntas de un obrero que lee

¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas?
En los libros figuran solo nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida,
¿Quién la volvió a levantar otras tantas? Quiénes edificaron
la dorada Lima, ¿en qué casas vivían?
¿Adónde fueron la noche
en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles?
Llena está de arcos triunfales
Roma la grande. Sus césares
¿sobre quiénes triunfaron? Bizancio,
tantas veces cantada, para sus habitantes
¿solo tenía palacios? Hasta en la legendaria
Atlántida, la noche que en que el mar se la tragó, los que se ahogaban
pedían, bramando, ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César venció a los galos.
¿No llevaba siquiera un cocinero?
Felipe II lloró al saber su flota hundida.
¿No lloró más que él?
Federico de Prusia ganó la Guerra de los Treinta Años.
¿Quién la ganó también?

Un triunfo en cada página.
¿Quién preparaba los festines?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba los gastos?

A tantas historias,
tantas preguntas.

 

Bertolt Brecht: Historias de almanaque, Alianza, Madrid, 1980, trad. Joaquín Rábago, pp. 88-89

Cortometraje Toute la mémoire du monde (Alain Resnais, 1956)

obreiro

Luis Seoane- Cristo obreiro (1975)

Luis Seoane: Cristo obreiro crucificado (1975)

EL OBRERO EN EL MAR

En la calle pasa un obrero. ¡Qué firme anda! No tiene blusa. En el cuento, en el drama, en el discurso político, el dolor del obrero está en su blusa azul, de grueso paño, en las gruesas manos, en los pies enormes, en los sinsabores enormes. Ése es un hombre común, apenas más oscuro que los otros, y con una significación extraña en el cuerpo, que carga designios y secretos. ¿Adónde va él pisando así tan firme? No lo sé. La fábrica quedó atrás. Adelante sólo está el campo, con algunos árboles, el gran anuncio de gasolina americana y los cables, los cables, los cables. Al obrero no le sobra el tiempo para darse cuenta de que ellos llevan y traen mensajes, que hablan de Rusia, de Araguaia, de los Estados Unidos. No oye, en la Cámara de Diputados, al líder de la oposición vociferando. Camina por el campo y apenas nota que allí corre agua, que más adelante hace calor. ¿Adónde va el obrero? Tendría vergüenza de llamarle mi hermano. Él sabe que no es, nunca fue mi hermano, que no nos entenderemos nunca. Y me desprecia… O tal vez sea yo mismo quien me desprecie a sus ojos. Tengo vergüenza y ganas de enfrentarlo: una fascinación que casi me obliga a saltar por la ventana, a caer frente a él, a interrumpirle la marcha. Ahora está caminando en el mar. Yo pensaba que eso fuese privilegio de algunos santos y navíos. Pero no hay ninguna santidad en el obrero, y no veo ruedas ni hélices en su cuerpo, aparentemente banal. Siento que el mar se ha acobardado y lo dejó pasar. ¿Dónde están nuestros ejércitos que no impidieron el milagro? Pero ahora veo que el obrero está cansado y que se mojó, no mucho, pero se mojó, y peces escurren de sus manos. Veo que se vuelve y me dirige una sonrisa húmeda. La palidez y confusión de su rostro son la misma tarde que se descompone. Dentro de un minuto será de noche y estaremos irremediablemente separados por las circunstancias atmosféricas, yo en tierra firme, él en medio del mar. Único y precario agente de ligación entre nosotros, su sonrisa cada vez más fría atraviesa las grandes masas líquidas, choca contra las formaciones salinas, las fortalezas de la costa, las medusas, atraviesa todo y viene a besarme el rostro, a traerme una esperanza de comprensión. Sí, ¿quién sabe si algún día lo comprenderé?

*

O OPERÁRIO NO MAR

Na rua passa um operário. Como vai firme! Não tem blusa. No conto, no drama, no discurso político, a dor do operário está na blusa azul, de pano grosso, nas mãos grossas, nos pés enormes, nos desconfortos enormes. Esse é um homem comum, apenas mais escuro que os outros, e com uma significação estranha no corpo, que carrega desígnios e segredos. Para onde vai ele, pisando assim tão firme? Não sei. A fábrica ficou lá atrás. Adiante é só o campo, com algumas árvores, o grande anúncio de gasolina americana e os fios, os fios, os fios. O operário não lhe sobra tempo de perceber que eles levam e trazem mensagens, que contam da Rússia, do Araguaia, dos Estados Unidos. Não ouve, na Câmara dos Deputados, o líder oposicionista vociferando. Caminha no campo e apenas repara que ali corre água, que mais adiante faz calor. Para onde vai o operário? Teria vergonha de chamá-lo meu irmão. Ele sabe que não é, nunca foi meu irmão, que não nos entenderemos nunca. E me despreza… Ou talvez seja eu próprio que me despreze a seus olhos. Tenho vergonha e vontade de encará-lo: uma fascinação quase me obriga a pular a janela, a cair em frente dele, sustar-lhe a marcha, pelo menos implorar lhe que suste a marcha. Agora está caminhando no mar. Eu pensava que isso fosse privilégio de alguns santos e de navios. Mas não há nenhuma santidade no operário, e não vejo rodas nem hélices no seu corpo, aparentemente banal. Sinto que o mar se acovardou e deixou-o passar. Onde estão nossos exércitos que não impediram o milagre? Mas agora vejo que o operário está cansado e que se molhou, não muito, mas se molhou, e peixes escorrem de suas mãos. Vejo-o que se volta e me dirige um sorriso úmido. A palidez e confusão do seu rosto são a própria tarde que se decompõe. Daqui a um minuto será noite e estaremos irremediavelmente separados pelas circunstâncias atmosféricas, eu em terra firme, ele no meio do mar. Único e precário agente de ligação entre nós, seu sorriso cada vez mais frio atravessa as grandes massas líquidas, choca-se contra as formações salinas, as fortalezas da costa, as medusas, atravessa tudo e vem beijar-me o rosto, trazer-me uma esperança de compreensão. Sim, quem sabe se um dia o compreenderei?

Carlos Drummond de Andrade: Sentimento del mundo, Hiperión, Madrid, Traducción Adolfo Montejo Navas, 2005, pp. 36-39

Máis sobre o Cristo obreiro crucificado e outras obras de Luis Seoane.

el espacio

Paul Klee- Highway and Byways 1929Paul Klee: Caminos principales y secundarios (1929)

681] La ley que soporta el espacio, éste debería ser el título justificado de uno de mis cuadros futuros.
Hoy todavía no he alcanzado ese punto, y por lo pronto respondo a la pregunta de «¿Ama usted a la naturaleza?» con «La mía, sí».
No se castiga a lo que está lejos. Los defectos que se ridiculizan deben existir en mínimo grado también en nosotros mismos. Sólo entonces la obra será un trozo de nuestra carne. Hace falta escardar el jardín.

Paul Klee: Diarios 1898-1918, Alianza, Madrid, 1999, p. 147

John Sparks: The Histomap, New York (1931)

la línea

 

Ramón_MasatsRamón Masats (Tierra de Campos,Valladolid)

La línea

Necesitas hacer algo, me dije. Cansada de los castillos, comencé a construir puentes. No era muy difícil. En realidad lo que hacía era escavar túneles. El puente era sólo un resultado. Todo el trabajo consistía en quitar arena. Las pulgas podrían recorrer ese trayecto. Creía que lo agradecerían pero las pulgas no usaban mis túneles, quizás simplemente no encontraban ningún reclamo al otro lado. Prueba otra cosa, pensé, al principio de la playa. Agarré un palo y lo arrastré por la arena mojada. La marea empezaba a bajar. Conforme avanzaba me parecía que me estaba desviando. Pronto la playa se fue vaciando, comencé a cansarme, cayó la noche. A veces la miraba de reojo y no parecía estar tan torcida después de todo. Cuando llegué al final de la playa había crecido. Miré atrás sin soltar el palo. Mis ojos recorrieron el trazo en la arena. Me encontraba al otro lado de un túnel, tenía delante de mí el único reclamo.

7 de noviembre de 2014

Ramón Masats, en La mirada fotográfica

pacer

Giorgio de-chirico-archeologii-1927
Giorgio De Chirico: Archeologii (1927)

PEQUEÑO POEMA INFINITO

 

A Luis Cardoza y Aragón

 

Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

 

Federico García Lorca: Poeta en Nueva York, Optima, Barcelona, 1998, pp. 195-196

duración

N.IRELAND. Belfast.

Christopher Steele-Perkins – Belfast, Irlanda del Norte (1978)

Un fragmento de música titulada «Vals de los cinco minutos», dura cinco minutos. Es en eso y en nada más en lo que consiste su relación con el tiempo. Pero una relación cuya acción dure cinco minutos podría, en cuanto al tiempo, extenderse en un período mil veces más largo, mientras los cinco minutos se hallasen replegados con una conciencia excepcional, y podría parecer muy corto a pesar de que por su duración imaginaria fuese muy largo.

Por otra parte, es muy posible que la duración de los acontecimientos relatados rebase, al infinito, la duración propia del relato que los presenta en extracto; decimos «en extracto» para indicar un elemento ilusorio, o, para expresarnos de un modo completamente claro, un elemento mórbido que se manifiesta en el relato que se sirve de un hechizo hermético y de una perspectiva exagerada, recordando ciertos casos anormales de la experiencia real de toda evidencia orientados hacia lo sobrenatural. Se conocen diarios de fumadores de opio que, bajo el dominio del estupefaciente, durante el breve período de transporte han vivido sueños que se extienden sobre diez, treinta o sesenta años, y que incluso rebasan todos los límites posibles de una experiencia humana del tiempo; sueños, por consiguiente, cuya duración imaginaria rebasa su propia duración y en donde se produce un extracto increíble de la experiencia del tiempo, una aceleración de imágenes tal que puede creerse, como dice un comedor de hachís, que se ha sacado del cerebro embriagado «algo así como el resorte de un reloj roto».

Es un poco a la manera de esos sueños artificiales como la narración puede tratar el tiempo. Pero como puede «tratarle», está claro que el tiempo, que es elemento del relato, puede igualmente convertirse en su objeto. Tal vez será demasiado el afirmar que se puede «narrar el tiempo», pero no constituye, a pesar de todo, una empresa tan absurda como nos había parecido de pronto eso de querer evocar el tiempo en un relato, de manera que podría atribuirse un doble sentido, muy relacionado con el soñar, al calificativo de «novela del tiempo».

Thomas Mann: La montaña mágica, Edhasa, (trad. Mario Verdaguer, colab. David Castelló), 1997, p.750-751

materia

Joan Miró - Sin_Título (1936)
Joan Miró Sin título (1936)

De la mano

No seré el poeta de un mundo caduco.
Tampoco cantaré el mundo futuro.
Estoy preso a la vida y miro a mis compañeros.
Están taciturnos pero alimentan grandes esperanzas.
Entre ellos, considero la enorme realidad.
El presente es tan grande, no nos separemos.
No nos separemos mucho, vayamos de manos dadas.

No seré el cantor de una mujer, de una historia,
no diré los suspiros al anocheceer, el paisaje visto desde la ventana,
no distribuiré estupefacientes o cartas de suicida,
no huiré a las islas ni seré raptado por serafines.
El tiempo es mi materia, el tiempo presente, los hombres presentes,
la vida presente.

Carlos Drummond de Andrade: De la mano, en Sentimento del mundo, Madrid, Hiperión, trad. Adolfo Montejo Navas, p. 75

*

Mãos dadas

Não serei o poeta de um mundo caduco.
Também não cantarei o mundo futuro.
Estou preso à vida e olho meus companheiros.
Estão taciturnos mas nutrem grandes esperanças.
Entre eles, considero a enorme realidade.
O presente é tão grande, não nos afastemos.
Não nos afastemos muito, vamos de mãos dadas.

Não serei o cantor de uma mulher, de uma história,
não direi os suspiros ao anoitecer, a paisagem vista da janela,
não distribuirei entorpecentes ou cartas de suicida,
não fugirei para as ilhas nem serei raptado por serafins.
O tempo é a minha matéria, o tempo presente, os homens presentes,
a vida presente.

simulacros

Colección privada de armas antiguas, años 30 ( © NY Times)

Simulacros

Julio Cortázar


Somos una familia rara.  En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada.

Tenemos un defecto: nos falta originalidad.  Casi todo lo que decidimos hacer está inspirado -digamos francamente, copiado- de modelos célebres.  Si alguna novedad aportarnos es siempre inevitable: los anacronismos o las sorpresas, los escándalos.  Mi tío el mayor dice que somos como las copias en papel carbónico, idénticas al original salvo que otro color, otro papel, otra finalidad.  Mi hermana la tercera se compara con el ruiseñor mecánico de Andersen; su romanticismo llega a la náusea.

Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt. Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más importante, la ansiedad y la expectativa de estar haciendo las cosas, las sorpresas tanto más importantes que los resultados, los fracasos en que toda la familia cae al suelo como un castillo de naipes y durante días enteros no se oyen más que deploraciones y carcajadas.  Contar lo que hacemos es apenas una manera de rellenar los huecos inevitables, porque a veces estamos pobres o presos o enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo) alguno traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva.  Pero no hay que deducir de esto que nos va mal o que somos melancólicos.  Vivimos en el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que podemos.  Somos muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica.  Por ejemplo, el patíbulo, hasta hoy nadie se ha puesto de acuerdo sobre el origen de la idea, mi hermana la quinta afirma que fue de uno de mis primos carnales, que son muy filósofos, pero mi tío el mayor sostiene que se le ocurrió a él después de leer una novela de capa y espada.  En el fondo nos importa poco, lo único que vale es hacer cosas, y por eso las cuento casi sin ganas, nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.
La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt.  No es más grande que un patio, pero está tres escalones más alto que la vereda, lo que le da un vistoso aspecto de plataforma, emplazamiento ideal para un patíbulo.  Como la verja es de mampostería y de fierro, se puede trabajar sin que los transeúntes estén por así decirlo metidos en casa; pueden apostarse en la verja y quedarse horas, pero eso no nos molesta. «Empezaremos con la luna llena», mandó mi padre.  De día íbamos a buscar maderas y fierros a los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se quedaban en la sala practicando el aullido de los lobos, después que mi tía la menor sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y los incitan a aullar a la luna.  Por cuenta de mis primos corría la provisión de clavos y herramientas; mi tío el mayor dibujaba los planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la variedad y calidad de los instrumentos de suplicio.  Recuerdo el final de la discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante alta, sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un espacio libre destinado a dar tormento o decapitar según los casos.  A mi tío el mayor le parecía mucho más pobre y mezquino que su idea original, pero las dimensiones del jardín delantero y el costo de los materiales restringen siempre las ambiciones de la familia.

Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los ravioles.  Aunque nunca nos ha preocupado lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a levantar una o dos piezas para agrandar la casa.  El primero en sorprenderse fue don Cresta, el viejito de enfrente, y vino a preguntar para qué instalábamos semejante plataforma.  Mis hermanas se reunieron en un rincón del jardín y soltaron algunos aullidos de lobo.  Se amontonó bastante gente, pero nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y las dos escalerillas (para el sacerdote y el condenado, que no deben subir juntos).  El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás empezamos a levantar la horca mientras mi tío el mayor consultaba dibujos antiguos para la rueda.  Su idea consistía en colocar la rueda lo más alto posible sobre una pértiga ligeramente irregular, por ejemplo un tronco de álamo bien desbastado. Para complacerlo, mi hermano el segundo y mis primos carnales se fueron con la camioneta a buscar un álamo; entretanto mi tío el mayor y mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo preparaba un suncho de fierro.  En esos momentos nos divertíamos enormemente porque se oía martillear en todas partes, mis hermanas aullaban en la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía el perfil de la horca y se veía a mi tío el menor a caballo en el travesaño para fijar el gancho y preparar el nudo corredizo.
A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de darse cuenta de lo que estábamos haciendo, y un coro de protestas y amenazas nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la erección de la rueda.  Algunos desaforados habían pretendido impedir que mi hermano el segundo y mis primos entraran en casa el magnífico tronco de álamo que traían en la camioneta.  Un conato de cinchada fue ganado de punta a punta por la familia en pleno que, tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en el jardín junto con una criatura de corta edad prendida de las raíces.  Mi padre en persona devolvió la criatura a sus exasperados padres, pasándola cortésmente por la verja, y mientras la atención se concentraba en estas alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis primos carnales, calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía a erigirla.  La policía llegó en momentos en que la familia, reunida en la plataforma, comentaba favorablemente el buen aspecto del patíbulo.  Sólo mi hermana la tercera permanecía cerca de la puerta, y le tocó dialogar con el subcomisarlo en persona; no le fue difícil convencerlo de que trabajábamos dentro de nuestra propiedad, en una obra que sólo el uso podía revestir de un carácter anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran hijas del odio y fruto de la envidia.  La caída de la noche nos salvó de otras pérdidas de tiempo.

A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma, espiados por un centenar de vecinos rencorosos; jamás el lechón adobado nos pareció más exquisito, y más negro y dulce el nebiolo.  Una brisa del norte balanceaba suavemente la cuerda de la horca; una o dos veces chirrió la rueda, como si ya los cuervos se hubieran posado para comer.  Los mirones empezaron a irse, mascullando vagas amenazas; aferrados a la verja quedaron veinte o treinta que parecían esperar alguna cosa.  Después del café apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los balaústres de la terraza, mis hermanas aullaron y mis primos y tíos recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los fundamentos con sus pasos.  En el silencio que siguió, la luna vino a ponerse a la altura del nudo corredizo, y en la rueda pareció tenderse una nube de bordes plateados.  Las mirábamos, tan felices que era un gusto, pero los vecinos murmuraban en la verja, como al borde de una decepción.  Encendieron cigarrillos y se fueron yendo, unos en piyama y otros más despacio.  Quedó la calle, una pitada de vigilante a lo lejos, y el colectivo 108 que pasaba cada tanto; nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas, elefantes y vestidos de seda.

anomalías

Relieve monstrando a Psamético. Tumba de Pabasa en TebasRelieve mostrando a Psamético. Tumba de Pabasa en Tebas

Humillaciones infligidas a Psaménito. Muerte del monarca egipcio.

Diez días después de haberse apoderado de la fortaleza de Menfis, Cambises, para afrentar a Psaménito, el rey de los egipcios, que había reinado seis meses, le obligó a tomar asiento en las afueras de la ciudad; le obligó, digo, a tomar asiento en compañía de otros egipcios, y puso a prueba su entereza haciendo lo siguiente: mandó ataviar a la hija de Psaménito con ropa de esclava y la envió con un cántaro a por agua; y, asimismo, hizo que la acompañaran otras doncellas que escogió entre las hijas de los cortesanos más insignes y que iban ataviadas igual que la del rey. Pues bien, cuando las doncellas, entre ayes y sollozos, pasaron ante sus padres, mientras que todos los demás, al ver a sus hijas afrentadas, prorrumpían también en exclamaciones y sollozos, Psaménito, al ver y reconocer ante sí a su hija, fijó sus ojos en el suelo. Una vez que las aguadoras hubieron pasado, Cambises le envió acto seguido a su hijo, en compañía de otros dos mil egipcios de su misma edad, con un dogal anudado al cuello y un freno en la boca. Los llevaban a expiar el asesinato de los mitilenos que habían perecido en Menfis con su nave; esa era, en efecto, la sentencia que habían dictado los jueces reales: como represalia, por cada persona debían morir diez egipcios de la nobleza. Entonces Psaménito, al verlos desfilar ante él y aún comprendiendo que a su hijo lo conducían a la muerte, mientras que los demás egipcios que estaban sentados a su lado rompían a llorar y se desesperaban, mantuvo la misma actitud que en el episodio de su hija.

Pero, cuando los jóvenes habían terminado de pasar, ocurrió que un individuo, entrado ya en años, del círculo de los que compartían su mesa, que se había visto privado de sus bienes y que no tenía más recursos que los de un pordiosero, por lo que iba mendigando a las tropas, pasó por al lado de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios que estaban sentados en las afueras de la ciudad. Entonces Psaménito, al verlo, rompió a llorar desconsoladamente y, llamando a su amigo por su nombre, comenzó a golpearse la cabeza. Como es natural, allí había gardias que daban cuenta a Cambises de todo lo que el egipcio hacía al paso de cada grupo. Extrañado, pues, ante su actitud, Cambises despachó un mensajero, que lo interpeló en los siguientes términos: “Psaménito, tu señor Cambises te pregunta: ¿por qué razón no prorrumpiste en exclamaciones ni en sollozos al ver a tu hija afrentada y a tu hijo camino de la muerte y, sin embargo, te has dignado a hacerlo por ese mendigo que, según se ha informado por terceras personas, no guarda parentesco alguno contigo?”. Esa fue, en suma, la pregunta que le formuló. Y, por su parte, Psaménito respondió como sigue: “Hijo de Ciro, los males de los míos eran demasiado grandes como para llorar por ellos; en cambio, la desgracia de un amigo, que ha llegado al umbral de la vejez sumido en la pobreza después de haber gozado de una gran prosperidad, reclamaba unas lágrimas”. Cuando esta respuesta fue transmitida por el mensajero, consideraron que era muy atinada. Y, al decir de los egipcios, Creso entonces se echó a llorar (pues se daba la circunstancia de que él también había acompañado a Cambises a Egipto), lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes, y el propio Cambises se sintió invadido de un sentimiento de piedad, por lo que, sin demora, ordenó que rescataran al hijo de Psaménito del grupo de los que estaban siendo ejecutados, y que sacaran al monarca de las afueras de la ciudad y lo condujeran a su presencia.

Pues bien, los que fueron en su búsqueda ya no hallaron con vida al muchacho, puesto que había sido ejecutado el primero; a Psaménito, en cambio, lo trasladaron, llevándolo a presencia de Cambises. Allí vivió en lo sucesivo sin sufrir la menor violencia.

(…)

Heródoto: Historia, Libro III, Gredos, Madrid, 2000, pp. 39-43

*

La historia de Psaménito, recogida siglos más tarde por Montaigne, merece aún una anotación de Walter Benjamin en El narrador. Esta historia, afirma Benjamin, «aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días».

Aún hoy sigue sorprendiéndonos que la respuesta de Psaménito a Cambises lograse suscitar el llanto del auditorio: de Creso, de los persas y que llegase a penetrar en el mismo Cambises, de modo parecido a como en las comedias consigue contagiarse la risa. Entonces cobra fuerza una de las apostillas que hace Benjamin a la historia: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor». Papel éste que acaba tomando el propio Psaménito para el auditorio.

Lo cierto es que no abundan historias de hombres que, ejerciendo el poder (nobles, gobernantes, reyes), se muestren llorando en público; pero aún en su escasez, estas historias son objeto de atención, estudio, y a la postre, enseñanza. Sin embargo, son difícilmente explicables, cuando no simples anomalías. Entre todas ellas, la historia de Craso -referida por Hugo von Hofmannsthal en La carta de Lord Chandos-, ese hombre que, llorando la muerte de su morena -pez en igual medida voraz y feo-, lloraba por nada. He aquí la norma.