Alepo, Siria, 2013 (Manu Brabo-AP)
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ÉL.- Tal vez Mario pensó en aquel momento que es preferible no preguntar por nada ni por nadie.
ELLA.- Que es mejor no saber.
ÉL.- Sin embargo, siempre es mejor saber, aunque sea doloroso.
ELLA.- Y aunque el saber nos lleve a nuevas ignorancias.
ÉL.- Pues en efecto: ¿quién es ése? Es la pregunta que seguimos haciéndonos.
ELLA.- La pregunta que invadió el planeta en el siglo veintidós.
ÉL.- Hemos aprendido de niños la causa: las mentiras y las catástrofes de los siglos precedentes la impusieron como una pregunta ineludible.
ELLA.- Quizá fueron numerosas, sin embargo, las personas que, en aquellos siglos atroces, guardaban ya en su corazón… ¿Se decía así?
ÉL.- Igual que decimos ahora: en su corazón.
ELLA.- Las personas que guardaban ya en su corazón la gran pregunta. Pero debieron de ser hombres oscuros, habitantes más o menos alucinados de semisótanos o de otros lugares parecidos.
(La luz se extingue sobre MARIO, cuyo espectro se aleja lentamente.)
ÉL.- Queremos recuperar la historia de esas catacumbas; preguntarnos también quiénes fueron ellos. [Y las historias de todos los demás: de los que nunca sintieron en su corazón la pregunta.]
ELLA.- Nos sabemos ya solidarios, no sólo de quienes viven, sino del pasado entero. Inocentes con quienes lo fueron; culpables con quienes lo fueron.
ÉL.- Durante siglos tuvimos que olvidar, para que el pasado no nos paralizase; ahora tenemos que recordar incesantemente, para que el pasado no nos envenene.
ELLA.- Reasumir el pasado vuelve más lento nuestro avance, pero también más firme.
ÉL.- Compadecer, uno por uno, a cuantos vivieron, es una tarea imposible, loca. Pero esa locura es nuestro orgullo.
ELLA.- Condenados a elegir, nunca recuperaremos la totalidad de los tiempos y las vidas. Pero en esa tarea se esconde la respuesta a la gran pregunta, si es que la tiene.
ÉL.- Quizá cada época tiene una, y quizá no hay ninguna. En el siglo diecinueve, un filósofo aventuró cierta respuesta. Para la tosca lógica del siglo siguiente resultó absurda. Hoy volvemos a hacerla nuestra, pero ignoramos si es verdadera… ¿Quién es ése?
ELLA.- Ése eres tú y tú y tú. Yo soy tú, y tú eres yo. Todos hemos vivido, y viviremos, todas las vidas.
ÉL.- Si todos hubiesen pensado al herir, al atropellar, al torturar, que eran ellos mismos quienes lo padecían, no lo habrían hecho… Pensémoslo así, mientras la verdadera respuesta llega.
ELLA.- Pensémoslo por si no llega.
(Un silencio.)
Antonio Buero Vallejo: El tragaluz (Parte Segunda), Espasa Calpe, Madrid, 1992, pp. 87-89
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(A vos.)
No sé exactamente por qué entre el 93 y 95 recorté imágenes de guerra de los periódicos que llegaban a casa. La única forma que encontré de hacer algo con aquellas fotos fue guardarlas en una caja, una caja plana de medias. Todas eran imágenes de guerra: Bosnia, Angola… Fotos en blanco y negro, de personas con piernas, brazos y sangre en blanco y negro. La sangre en blanco y negro no impresiona tanto como la sangre en color.
Mi aprendizaje de la guerra había comenzado antes, en la Guerra del Golfo. En casa no veíamos la tele a la hora de comer, por ese motivo no había visto demasiadas imágenes de guerra, pero la guerra acabó apareciendo, aún de perfil, en el colegio. Impactada por lo relatado, sin saber bien qué era, una noche comencé a rezar para que se acabase la guerra. La casualidad hizo que dos días más tarde se decretara el alto al fuego. El dios de los niños es el único al que podría uno fiar el destino de la humanidad. Pero también el tiempo hace que los dioses dejen de ser niños.