la superficie

Escher- Moebius Strip II, 1963M. C. Escher– Moebius Strip II (1963)

La superficie

Tocar la pared y volver. Nuestros viajes se habían disciplinado. No buscábamos como en otro tiempo la carretera secundaria que nos haría tener la sensación, la sensación real, de que estábamos perdidas. Tampoco deseábamos ya desviaciones despreocupadas como la que una noche, con el depósito en reserva, nos hizo saber en una zona industrial qué era tener miedo, miedo real, a la oscuridad. Ahora viajaba sola. A velocidad constante, con apenas un tramo de ligero desnivel. Era la imagen de una disciplina soñada. Nunca supe si lo había elegido yo o me había elegido él a mí. Las primeras veces me gustaba pensar que por fin me iría realmente a algún sitio, que éste era el simulacro de una evasión que había tenido lugar desde siempre. Comencé a fantasear con irme, irme de veras, con lo puesto bajar por la sábana blanca que colgaba de mi ventana. Fantasía de corto alcance. Poco a poco era el trayecto y no la pared del fondo el que iba ganando importancia. Era verdadero acto de disciplina. Tocar la pared y volver. Aprovechando el tramo más despoblado arrojaba las metáforas que no valían para nada por la ventana del coche en marcha, me divertía pensar que eran colillas y que no incendiarían nada. Al principio el trayecto se repetía sin regularidad alguna, una vez al mes, a lo sumo dos, pero pronto me vi obligada a hacerlo cada semana. Uno nunca viaja por viajar. Eso había leído en algún lugar o lo había pensado, qué sé yo. Tantas veces leemos cosas que ya habíamos pensado que después de un tiempo ya no se sabe a quién pertenecen las palabras o los pensamientos si es que las palabras o los pensamientos pertenecen verdaderamente a alguien. Cada trayecto hacía más evidente que uno no viaja por viajar, no para divertirse o conocer mundo. Las cosas no eran así. Era necesario ser en el trayecto, en la precipitación constante hacia sí mismo. El viaje a la ciudad que uno mismo es era un papel doblado perfectamente por la mitad. Pero principio y fin eran rostros demasiado humanos. Había que pegar los extremos de la tira de papel dando media vuelta a uno de ellos. Ése era el trayecto, la superficie de una sola cara y un solo borde del cual me desprendía únicamente porque seguía siendo necesario ir a trabajar.

Noelia Pena: El agua que falta, Caballo de Troya, Barcelona, 2014, pp. 98-100

 

el cinturón

1950s, Chicago, ILVivian Maier– 1950s. Chicago, IL

El cinturón

Sucede en la vida algo semejante a lo que sucede en el avión en el que se desarrolla Milagro, el poema de Raymond Carver:

Hay más personas,
eso es todo. Personas como ellos mismos
en cierto modo, personas no completamente distintas
a ellos mismos —pelo, orejas, ojos, nariz, hombros,
genitales— Dios mío, hasta la ropa que llevan
es parecida, y está ese cinturón
que les sujeta por la cintura.

Sí. Personas no completamente distintas. Cuando comienzo a olvidarme -todo lo que sabemos corre, en ocasiones, ese riesgo- a la altura de mi asiento veo detenerse a Raymond con su media sonrisa y señalar con su dedo mi cinturón desabrochado. Un poco avergonzada miro la lucecita iluminada sobre mi cabeza y lo vuelvo a abrochar. Hay un instante en el que maldigo entre dientes: «Somos jodidamente iguales». Raymond sonríe como sólo saben los muertos y se pierde al fondo del pasillo del avión.

Lo difícil no es darnos cuenta de que somos iguales cuando todo va bien, sino repetirlo cuando los demás nos sacan de quicio.

Noelia Pena: El agua que falta, Caballo de Troya, Barcelona, 2014, pp. 47-48