La trasfábula
En cualquier obra que tiene forma de relato, hay que distinguir fábula y ficción. Fábula, lo que es contado (episodios, personajes, funciones que ejercen en los relatos, acontecimientos). Ficción el régimen del relato o, más bien los diversos regímenes según los cuales aquél es «relatado»: postura del narrador respecto a lo que cuenta (según que forme parte de la aventura, o que la contemple como un espectador ligeramente retirado, o que esté excluido de ella y la sorprenda desde el exterior), presencia y ausencia de una mirada neutra que recorre las cosas y la gente, asegurando una descripción objetiva; compromiso de todo el relato en la perspectiva de un personaje o de varios sucesivamente o de ninguno en particular; discurso que repite los acontecimientos a destiempo o los desdobla a medida que se desarrollan, etc. La fábula se hace de elementos situados en cierto orden. La ficción es la trama de las relaciones establecidas, a través del propio discurso, entre quien habla y aquello de lo que habla. Ficción, «aspecto» de la fábula.
Cuando se habla realmente, es posible de hecho decir cosas «fabulosas»: el triángulo dibujado por el sujeto hablante, su discurso y lo que cuenta está determinado desde el exterior por la situación: no hay ficción. En ese análogo del discurso que es una obra, esta relación sólo puede establecerse en el interior del acto mismo del habla; lo que se cuenta debe indicar, por sí solo, quién habla, a qué distancia, según qué perspectiva y qué modo de discurso está utilizando. La obra se define menos por los elementos de la fábula o su ordenación que por los modos de la ficción, indicados de soslayo por el propio enunciado de la fábula. La fábula de un relato se aloja en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se aloja en el interior de las posibilidades de la lengua, su ficción en el interior de las posibilidades del acto de habla.
Ninguna época ha utilizado simultáneamente todos los modos de ficción que pueden definirse en abstracto; se excluyen algunos considerados parásitos; otros, en compensación, se privilegian y definen una norma. El discurso del autor, que interrumpe su relato y levanta los ojos de su texto para hacer un requerimiento al lector y convocarlo como juez o testigo de lo que sucede era frecuente en el siglo XVIII; casi ha desaparecido, sin embargo, en el último siglo. En contrapartida, el discurso ligado al acto de escribir, contemporáneo de su desarrollo y encerrado en él, ha hecho su aparición desde hace menos de un siglo. Tal vez ha ejercido una muy poderosa tiranía, desterrando con la acusación de ingenuidad, de artificio o de realismo cualquier ficción que no tuviera su lugar en el discurso de un sujeto único, y en el propio gesto de su escritura.
Desde que han sido admitidos nuevos modos de la ficción en la obra literaria (lenguaje neutro hablando completamente solo y sin lugar, en un murmullo ininterrumpido, hablas ajenas irrumpiendo desde el exterior, marquetería de discursos, poseedor cada uno de un modo diferente) vuelve a ser posible leer, según su arquitectura propia, textos que, poblados de discursos «parásitos», habían, por eso mismo, sido expulsados de la literatura.
Foucault, M: De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996, p.213-214