la literatura

Oct. 15, 1925 (New York Times)

Ahora bien, la literatura no es una cosa cerrada, ni la antigua ni la nueva; está menos cerrada que cualquier otra disciplina, por ejemplo, que la historia, la física, la biología, en las cuales cualquier nuevo conocimiento deja atrás al antiguo. No está cerrada, puesto que todo su pasado se apiña en el presente. Con la fuerza de todos los tiempos empuja contra nosotros, contra el umbral del tiempo sobre el que nos apoyamos, y su empuje, con potentes conocimientos viejos y nuevos, nos hace saber que ninguna de sus obras quería ser datada y convertida en inofensiva, sino que todas ellas contenían la condición de sustraerse a cualquier acuerdo y ordenamiento definitivos. Trato de denominar utópicas estas condiciones que residen en las propias obras.

Si estas condiciones utópicas no estuvieran en las obras, la literatura, a pesar de nuestra participación, sería un cementerio. Sólo tendríamos un depósito de coronas. En ese caso, cada obra sería sustituida y mejorada por otra, cada una de ellas sería enterrada por la siguiente.

Sin embargo, la literatura no necesita ningún panteón, no comprende la muerte, ni el cielo, ni ninguna redención, sino el más fuerte propósito de influir en el presente; en éste o en el próximo.

Pero la literatura, siempre la literatura…

Ingeborg Bachmann: La literatura como utopía, Pretextos, Valencia, Trad. de Mónica Fernández Arizmendi y Àngels Giménez Campos, 2012, pp.217-218

crisálida

Henry Peach Robinson- Fading away (Los últimos instantes) (1858) Henry Peach Robinson: Fading away (fotografía conocida como Los últimos instantes) 1858

LAS «OBRAS» SON PIEDRA INERTE…

Las «obras» son piedra inerte que escapó del ruidoso cincel,
Cuando, cincelando en el Yo viviente, el maestro las creara.
Las «Obras» anuncian el espíritu, como las crisálidas anuncian la mariposa:
«Mirad, me dejó atrás, sin vida, y echó a volar.»
Las «obras» se parecen a la caña, la susurrante caña de Midas*,
Revelan por doquier secretos, cuando hace ya tiempo que no son verdad.

«WERKE» SIND TOTES GESTEIN

«Werke» sind totes Gestein, dem tönenden Meißel entsprungen,
Wenn am lebendigen Ich meißelnd der Meister erschuf.
«Werke« verkünden den Geist, wie Puppen den Falter verkünden:
«Sehet, er ließ mich zurück, leblos, und flatterte fort.»
«Werke», sie gleichen dem Schilf, dem flüsternden Schilfe des Midas,
Streuen Geheimnisse aus, wenn sie schon längst nicht mehr wahr.

(1892)

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*Alude al añadido que Ovidio (Met. 11) hace a la fábula del rey Midas, que transformaba todo lo que tocaba en oro; habiéndole tocado a Midas ser juez entre Apolo y Pan, falló a favor de este último, su amigo, y Apolo se vengó de Midas dándole orejas de asno. Éste lo sobrellevó como pudo, pero cansado de guardar el secreto, se fue un día a un lugar solitario, hizo un hueco en la tierra y pronunció en voz baja dentro del mismo que su rey tenía orejas de asno. Algún tiempo después nacieron en el lugar unas cañas que al cabo se secaron y, agitadas por el viento, enseñaron a todo el mundo que Midas tenía orejas de asno. (N. del t.)

 

Hugo von Hofmannsthal: Poesía lírica, seguida de Carta de Lord Chandos, Igitur, Montblanc, 2002, Trad. Olivier Giménez López, pp. 202-203

pacer

Giorgio de-chirico-archeologii-1927
Giorgio De Chirico: Archeologii (1927)

PEQUEÑO POEMA INFINITO

 

A Luis Cardoza y Aragón

 

Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

 

Federico García Lorca: Poeta en Nueva York, Optima, Barcelona, 1998, pp. 195-196

síntoma

Günter Brus — Self-Painting, Self-Mutilation (1965)
Günter Brus:  Self-Painting, Self-Mutilation (1965)

Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (…),  pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. [7] De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud  bastaría  para  liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una  nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.

[7] Sobre la literatura como problema  de salud, pero para aquellos que carecen de ella o que sólo cuentan  con una  salud  muy frágil, vid. Michaux, posfacio  a «Mis propiedades»,  en La nuit remue, Gallimard. Y Le Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, sino sólo medicina

Deleuze, G.: Crítica y clínica, Anagrama, Madrid, Barcelona, 1996, pp.14-15

ficción

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La trasfábula

En cualquier obra que tiene forma de relato, hay que distinguir fábula y ficción. Fábula, lo que es contado (episodios, personajes, funciones que ejercen en los relatos, acontecimientos). Ficción el régimen del relato o, más bien los diversos regímenes según los cuales aquél es «relatado»: postura del narrador respecto a lo que cuenta (según que forme parte de la aventura, o que la contemple como un espectador ligeramente retirado, o que esté excluido de ella y la sorprenda desde el exterior), presencia y ausencia de una mirada neutra que recorre las cosas y la gente, asegurando una descripción objetiva; compromiso de todo el relato en la perspectiva de un personaje o de varios sucesivamente o de ninguno en particular; discurso que repite los acontecimientos a destiempo o los desdobla a medida que se desarrollan, etc. La fábula se hace de elementos situados en cierto orden. La ficción es la trama de las relaciones establecidas, a través del propio discurso, entre quien habla y aquello de lo que habla. Ficción, «aspecto» de la fábula.

Cuando se habla realmente, es posible de hecho decir cosas «fabulosas»: el triángulo dibujado por el sujeto hablante, su discurso y lo que cuenta está determinado desde el exterior por la situación: no hay ficción. En ese análogo del discurso que es una obra, esta relación sólo puede establecerse en el interior del acto mismo del habla; lo que se cuenta debe indicar, por sí solo, quién habla, a qué distancia, según qué perspectiva y qué modo de discurso está utilizando. La obra se define menos por los elementos de la fábula o su ordenación que por los modos de la ficción, indicados de soslayo por el propio enunciado de la fábula. La fábula de un relato se aloja en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se aloja en el interior de las posibilidades de la lengua, su ficción en el interior de las posibilidades del acto de habla.

Ninguna época ha utilizado simultáneamente todos los modos de ficción que pueden definirse en abstracto; se excluyen algunos considerados parásitos; otros, en compensación, se privilegian y definen una norma. El discurso del autor, que interrumpe su relato y levanta los ojos de su texto para hacer un requerimiento al lector y convocarlo como juez o testigo de lo que sucede era frecuente en el siglo XVIII; casi ha desaparecido, sin embargo, en el último siglo. En contrapartida, el discurso ligado al acto de escribir, contemporáneo de su desarrollo y encerrado en él, ha hecho su aparición desde hace menos de un siglo. Tal vez ha ejercido una muy poderosa tiranía, desterrando con la acusación de ingenuidad, de artificio o de realismo cualquier ficción que no tuviera su lugar en el discurso de un sujeto único, y en el propio gesto de su escritura.

Desde que han sido admitidos nuevos modos de la ficción en la obra literaria (lenguaje neutro hablando completamente solo y sin lugar, en un murmullo ininterrumpido, hablas ajenas irrumpiendo desde el exterior, marquetería de discursos, poseedor cada uno de un modo diferente) vuelve a ser posible leer, según su arquitectura propia, textos que, poblados de discursos «parásitos», habían, por eso mismo, sido expulsados de la literatura.

Foucault, M: De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996, p.213-214