pasarela

Leopoldo Mendez - Mano proletaria (1932)Leopoldo Méndez: Mano proletaria (1932)

Tarea delicada, forma de caminar de puntillas sobre una viga carcomida que sirve de pasarela, sin tener nada bajo los pies; allanar con los pies lo que será la viga sobre la que caminaremos; caminar sólo sobre el propio reflejo percibido bajo los pies en el agua; sostener el mundo con los pies; crispar en alto los puños para poder superar este esfuerzo.

Franz Kafka, citado en Jeanne Hersch: La contradicción en la música, en Tiempo y música, Acantilado, Barcelona, Trad. de Rosa Rius y Ramón Andrés, 2013, p. 34

condición

Avedon_ Hermione Gingold and Cecil Beaton, 1956Richard Avedon: Hermione Gingold y Cecil Beaton (1956)

Una vez, cuando era muy pequeño, había conseguido una moneda de diez centavos y tenía muchos deseos de dársela a una vieja mendiga que solía apostarse entre las dos plazas. Ahora bien, me parecía una cantidad inmensa de dinero, una suma que probablemente ningún mendigo había recibido jamás, y por tanto me avergonzaba hacer algo tan extravagante ante la mendiga. Pero de todos modos tenía que darle el dinero; cambié la moneda, le di un centavo a la vieja, luego di la vuelta entera a la manzana de la Municipalidad y de la arcada, volví a aparecer como un nuevo benefactor por la izquierda, volví a darle un centavo a la mendiga, me eché nuevamente a correr y repetí dichoso diez veces la maniobra. (O tal vez menos, porque creo que en cierto momento la mendiga perdió la paciencia y desapareció.) De todos modos, al final me sentía tan agotado, también moralmente, que me fui corriendo a mi casa y lloré hasta que mi madre me repuso los diez centavos.
Ya ves, tengo mala suerte con los mendigos, no obstante me declaro capaz de entregar toda mi fortuna presente y futura, cambiada en los billetes de menos valor, a una mendiga junto a la Ópera, siempre bajo la condición de que tú estés a mi lado y que yo pueda sentir tu proximidad.

Franz Kafka

Citado en Arturo Carrera: Potlatch, Amargord, Madrid, 2010, p.13

Deseos

«En un poblado jasídico, según se cuenta, una noche al final del Sabat, los judíos estaban sentados en una mísera casa. Eran todos del lugar salvo uno, a quien nadie conocía, hombre particularmente mísero, harapiento, que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro.  La conversación había tratado sobre los más diversos temas.  De pronto alguien planteó la pregunta sobre cuál sería el deseo que cada uno habría formulado si hubiese podido satisfacerlo. Uno quería dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo banco de carpintero, y así a lo largo del círculo. Después que todos hubieron hablado, quedaba aún el mendigo. De mala gana y vacilando respondió a la pregunta. “Quisiera ser un rey poderoso y reinar en un vasto país y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que desde las fronteras irrumpiese el enemigo y que antes del amanecer los caballeros estuviesen frente a mi castillo y que no hubiese resistencias y que yo, sin tiempo siquiera para vestirme, hubiese tenido que emprender la fuga en camisa y que perseguido por montes y valles, sin dormir ni descansar  hubiera llegado sano y salvo hasta este rincón. Eso querría”. Los otros se miraron desconcertados. “Y ¿qué hubieras ganado con ese deseo?”, preguntó uno. “Una camisa”, fue la respuesta.»

Historia de Frank Kafka, mencionada por Walter Benjamin en Frank Kafka. En el décimo aniversario de su muerte

libros

Los libros que necesitamos son aquellos que tienen sobre nosotros el efecto del infortunio,  que nos hacen sufrir como sufrimos por la muerte de alguien que queremos más que nosotros, los que nos hacen sentir que estamos al borde del suicidio, o perdidos en un bosque muy lejano a la civilización –un libro debería servir como el hacha para el mar helado que hay en nuestro interior.

Carta de Kafka a Oskar Pollak

Franz Kafka

El silencio de las sirenas

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba: Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente. Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas. En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción. Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas. Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises. Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó. La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.