devenires (v)

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Claude Monet, Impression, Soleil levant, 1872

(El señor Keuner y la marea)

Caminando por un valle, advirtió de pronto el señor Keuner que sus pies chapoteaban en el agua. Y al punto se dio cuenta de que su valle era en realidad un brazo de mar y se acercaba la hora de la marea. Se detuvo de inmediato por ver si descubría alguna barca, y no se movió del sitio mientras la esperaba. Pero al no aparecer ninguna, abandonó sus esperanzas y confió más bien en que el agua no siguiera subiendo. Sólo cuando le llegó a la barbilla, abandonó también esa esperanza y se lanzó a nadar. Había descubierto que él mismo era una barca.

Brecht, Bertolt: Narrativa Completa 3, Alianza, Madrid, 1991, p.35

ficción

sombra_globo

La trasfábula

En cualquier obra que tiene forma de relato, hay que distinguir fábula y ficción. Fábula, lo que es contado (episodios, personajes, funciones que ejercen en los relatos, acontecimientos). Ficción el régimen del relato o, más bien los diversos regímenes según los cuales aquél es «relatado»: postura del narrador respecto a lo que cuenta (según que forme parte de la aventura, o que la contemple como un espectador ligeramente retirado, o que esté excluido de ella y la sorprenda desde el exterior), presencia y ausencia de una mirada neutra que recorre las cosas y la gente, asegurando una descripción objetiva; compromiso de todo el relato en la perspectiva de un personaje o de varios sucesivamente o de ninguno en particular; discurso que repite los acontecimientos a destiempo o los desdobla a medida que se desarrollan, etc. La fábula se hace de elementos situados en cierto orden. La ficción es la trama de las relaciones establecidas, a través del propio discurso, entre quien habla y aquello de lo que habla. Ficción, «aspecto» de la fábula.

Cuando se habla realmente, es posible de hecho decir cosas «fabulosas»: el triángulo dibujado por el sujeto hablante, su discurso y lo que cuenta está determinado desde el exterior por la situación: no hay ficción. En ese análogo del discurso que es una obra, esta relación sólo puede establecerse en el interior del acto mismo del habla; lo que se cuenta debe indicar, por sí solo, quién habla, a qué distancia, según qué perspectiva y qué modo de discurso está utilizando. La obra se define menos por los elementos de la fábula o su ordenación que por los modos de la ficción, indicados de soslayo por el propio enunciado de la fábula. La fábula de un relato se aloja en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se aloja en el interior de las posibilidades de la lengua, su ficción en el interior de las posibilidades del acto de habla.

Ninguna época ha utilizado simultáneamente todos los modos de ficción que pueden definirse en abstracto; se excluyen algunos considerados parásitos; otros, en compensación, se privilegian y definen una norma. El discurso del autor, que interrumpe su relato y levanta los ojos de su texto para hacer un requerimiento al lector y convocarlo como juez o testigo de lo que sucede era frecuente en el siglo XVIII; casi ha desaparecido, sin embargo, en el último siglo. En contrapartida, el discurso ligado al acto de escribir, contemporáneo de su desarrollo y encerrado en él, ha hecho su aparición desde hace menos de un siglo. Tal vez ha ejercido una muy poderosa tiranía, desterrando con la acusación de ingenuidad, de artificio o de realismo cualquier ficción que no tuviera su lugar en el discurso de un sujeto único, y en el propio gesto de su escritura.

Desde que han sido admitidos nuevos modos de la ficción en la obra literaria (lenguaje neutro hablando completamente solo y sin lugar, en un murmullo ininterrumpido, hablas ajenas irrumpiendo desde el exterior, marquetería de discursos, poseedor cada uno de un modo diferente) vuelve a ser posible leer, según su arquitectura propia, textos que, poblados de discursos «parásitos», habían, por eso mismo, sido expulsados de la literatura.

Foucault, M: De lenguaje y literatura, Paidós, Barcelona, 1996, p.213-214

al mar

Tormenta

La última noche de nuestro arresto domiciliario
rugía el viento destrozándolo todo por las calles,
rompiendo las persianas, dispersando las tejas,
dejando tras sí un río de basura. Cuando el sol
se alzó sobre la cancela de mármol, vi que los guardias,
perezosos bajo el sol de la mañana, dejaban sus puestos
y caminaban trastabillando hacia las arboledas de las afueras.
«Cariño  —dije—, vayámonos, se han ido los guardias,
este lugar está destrozado». Pero era olvidadiza.
«Vete tú», dijo y se subió el embozo hasta cubrirse
los ojos. Corrí escaleras abajo y llamé
a mi caballo. «Al mar», susurré y nos fuimos
aprisa, qué rápido íbamos, mi caballo y yo,
cabalgando sobre los verdes campos, como si fuéramos a ser libres.

Mark Strand, Hombre y camello: Poemas, Visor, Madrid, 2006, p.45

*

Storm

In the last night of our house arrest
a howling wind tore through the streets,
ripping down shutters, scattering roof tiles,
leaving behind a river of refuse. When the sun
rose over the marble gate, I could see the guards,
sluggish in the morning heat, desert their posts
and stagger toward the woods just out of town.
“Darling,” I said, “let’s go, the guards have left,
the place is a ruin.” But she was oblivious.
“You go,” she said, and she pulled up the sheet
to cover her eyes. I ran downstairs and called
for my horse. “To the sea,” I whispered, and off
we went and how quick we were, my horse and I,
riding over the fresh green fields, as if to our freedom.
*
.

otro mar:

Les quatre cents coups (1959)

fotograma de Les quatre cents coups (1959) dirigida por François Truffaut

recuerdos

una conversación

N: –Estaba con música de fondo en aleatorio y ha empezado a hablar Cortázar leyendo el cap. 2 de Rayuela. ¿Es correcto pensar que era el puro egoísmo lo que describía; una apariencia de ser no comprometida ni conectada con el mundo? Una simulación. Más parecer ser que ser. Vida desafectada. He tenido esa sensación. Hasta creo que Cortázar introduce a Rocamadour para que se vea con más claridad la mentira de esas personas que no saben querer a un bebé. Lo inútil de esas vidas, que acaba precisamente en desconexión total con el mundo: locura.
Hay tantas lecturas como veces se lee. Apenas recuerdo el libro. Pero el Recuerdo de Rocamadour siendo sutil me alcanza.

R: –Lo de Oliveira es puro egoísmo, desde luego. Inútil para la vida, absolutamente desapegado, sin remedio, consciente de ello, siempre amargura de fondo. Sin embargo es capaz de hacer razonamientos sublimes, de profunda comprensión. Es su única funcionalidad, si no ya se habría defenestrado en el capítulo 1.

N:  –Manejarse con las palabras y no con las emociones, lo que vibra… Creo que lo que nos conecta con el mundo es el sentimiento de mundo. Lo otro es pasar de un capítulo a otro, una y otra vez, pero siempre los mismos dos capítulos.

R: –Yo creo que lo que nos hace estar vivos y conectados es el amor y la capacidad para amar, con todo lo que ello conlleva. Horacio, tenía demasiado miedo para mojarse. Es la imagen de la debilidad mental, eso sí, fabulosamente ornamentada.

N: –Exacto. Antes -extraña recurrencia aleatoria de sábado- había leído también «la tos de una señora alemana”. Se cuela, la tos, en una famosa interpretación de una composición de Beethoven a cargo de un violinista judío ante un público alemán.

R: –Sé cuál es.

2/6/2012 (a través de whatsapp)

La tos de una señora alemana

Texto:

La mentalidad científica quiere que todo tenga explicación, incluso lo maravilloso. Qué le vamos a hacer tal vez sea así; pero entonces, apenas se acepta resignadamente esta supuesta conquista total de la realidad, lo maravilloso vuelve desde pequeñas cosas, lo insólito resbala como una gota de agua a lo largo de una copa de cristal, y quienes merecen el comercio con esas mínimas presencias olvidan la sapiencia y la conciencia y la ciencia para pasarse a otro lado y hacer cosas como por ejemplo escuchar la tos de una señora alemana. En 1947, poco después del fin de la guerra, Wilhelm Furtwngler dirigió un concierto entre las ruinas de una Alemania derrotada, que la mayoría de sus vencedores empezaban a rehabilitar al oeste después de haberla repudiado al este. También Furtwngler había sido repudiado en un principio por su condescendencia frente a la megalomanía de y melomanía de Adolfo Hitler, tras de lo cual parecía de buen tono rehabilitarlo; así terminan muchas guerras, lo cual explica que un tiempo después vuelvan a desatarse, pero no es de eso que vamos a hablar sino del concierto en el que Yehudi Menuhin, invitado por las fuerzas de ocupación, tocó esa noche el «Concierto en Re» de Beethoven que el ilustre Furtwngler sacaba una vez más de su jaula para mostrar lo que era capaz de hacer con ése imperecedero leopardo de la música. La radio alemana difundió el concierto y además lo grabó con los medios técnicos disponibles en ese momento, que no eran muchos. La grabación (¿disco, alambre, cinta magnetofónica?) quedó en los archivos hasta que el otro día, más de treinta años después, fue prestada a la radio francesa que la prestó a su vez a mi receptor sintonizado en France Musique. Un argentino en París escuchó así a una orquesta alemana y a un violinista judío que tocaban bajo la batuta de un muerto; todo eso, que hubiera sido perfectamente incomprensible hace menos de un siglo, formaba y forma parte de lo ordinario, de lo que la ciencia explica a los niños en las escuelas; todo eso era cotidiano, simplemente apretar unos botones e instalarse en un sillón.
Tal vez Menuhin no tocó jamás el concierto de Beethoven como esa noche; le sobraban razones para hacerlo tan prodigiosamente en el mismo lugar donde habían sido exterminados siete millones de judíos y donde acaso algunos de sus exterminadores se sentaban en las plateas del teatro y lo aplaudían frenéticamente. Del concierto en sí, de su intérprete y de su director, solo puede hablarse con admiración, pero noes de eso que hablamos sino de ese instante, creo que en el segundo movimiento, en que un «pianíssimo» de la orquesta dejó pasar una tos, un solo golpe seco y claro de tos que no habría de repetirse, una tos de mujer, la tos de una señora que cualquier cálculo de probabilidades definiría como la tos de una señora alemana.
Durante más de treinta años esa pequeña tos anónima había dormido en los archivos de la radio; ahora reiteraba su diminuto fantasma en millares de oídos que escuchaban un concierto en otro tiempo y otro espacio. Imposible saber quién tosió así esa noche; ninguna ciencia, ningún caballero Dupin podría rastrear su origen. Sin la menor importancia, sin la más pequeña significación, esa tos se repitió multiplicada por infinitos altavoces para recaer instantáneamente en la nada; pero alguien que acaso nació para medir cosas así con más fuerza que las grandes y duraderas cosas, oyó esa tos y algo supo en él que lo maravilloso no habla muerto, que bastaba vivir porosamente abierto a todo lo que habita y alienta entre lo concreto y lo definible para resbalar a otro lado donde de pronto, en la enorme masa catedralicia de un concierto beethoveniano, la breve tos de una señora alemana era un puente y un signo y una llamada. ¿Quién fue esa mujer, dónde se sentó esa noche, está aún viva en alguna parte del mundo? ¿Por qué esa tos hace nacer estas líneas en otro tiempo, bajo otro cielo? ¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que lo maravilloso no es más que uno de los juegos de la ilusión?