interior

Paul-Klee-Two Heads1932Paul Klee -Two heads (1932)

Curiosamente, era una de las personas más radicalmente escépticas que había conocido nunca y, posiblemente (una teoría fabricada para intentar comprender a una mujer tan transparente en algunos aspectos y tan enigmática en otros), se dijera en su interior: Como somos una raza sin esperanza, encadenada a un barco que se hunde (sus lecturas favoritas de joven eran Huxley y Tyndall y a los dos les gustaban mucho esas metáforas náuticas), como todo es un chiste detestable, hagamos, de todos modos, nuestra parte: aliviemos los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión (Huxley una vez más); decoremos los calabozos con flores y cojines inflables; seamos todo lo decentes que podamos. Esos rufianes, los dioses, no se saldrán con la suya: la idea de Clarissa era que los dioses, que nunca perdían la menor oportunidad de herir y contrariar a los hombres y de malgastar vidas humanas, se desconcertaban mucho si, de todos modos, alguien se comportaba con dignidad.

Virginia Woolf: La señora Daloway, Alianza, Madrid, 2006, p.121

Holograma

olas

Malevich, Kazimir- Cuadrado blanco sobre fondo blanco (1918)
Malévich, KazimirCuadrado blanco sobre fondo blanco (1918)

Tuvo la impresión de que el lienzo había venido flotando y se había colocado por decisión propia, virginal e intransigente, delante de ella. Parecía reprenderla con su mirada fría por toda aquella prisa y agitación, por toda aquella locura y derroche de emociones, y la devolvía implacablemente a sí misma, proporcionándole, en primer lugar, paz, mientras sus confusas emociones (el señor Ramsay se había marchado y, pese a la mucha compasión que le inspiraba, no le había dicho nada) abandonaban el campo; y, a continuación, el vacío. Contempló sin expresión el lienzo, que la miraba blanco e intransigente, y luego pasó del lienzo al jardín. Recordaba algo (entornó sus ojillos achinados y contrajo la cara) en las relaciones de aquellas líneas que atravesaban el espacio, que lo dividían, y en la masa del seto con su cavidad verde, hecha de azules y marrones, que se le habían quedado en la cabeza, que le había hecho un nudo en la mente, por lo que, en momentos perdidos, de forma involuntaria, mientras recorría Brompton Road o se cepillaba el pelo, se descubría pintando el cuadro, recorriéndolo con la mirada y desatando el nudo de su imaginación. Pero existía una diferencia abismal entre hacer planes alegremente sin tener el lienzo delante y empuñar de verdad el pincel y dar la primera pincelada.
El nerviosismo provocado por la presencia del señor Ramsay le había hecho equivocarse de pincel, y el caballete, clavado en el suelo con tanta agitación, no tenía la orientación adecuada. Una vez que hubo rectificado todo aquello y que, al hacerlo, dominó las cosas improcedentes e inoportunas que distraían su atención y que le hacían acordarse de quién era y de las relaciones que tenía con la gente, tomó posesión de su mano y alzó el pincel, que, por un momento, permaneció temblando en el aire, en un éxtasis doloroso pero estimulante. ¿Dónde tenía que empezar? Ésa era la cuestión: ¿en qué punto daría la primera pincelada? Una línea trazada en el lienzo creaba innumerables riesgos, provocaba decisiones no por inevitables menos irrevocables. Todo lo que parecía simple en teoría, se convertía en complicado cuando se llevaba a la práctica; de la misma manera que las olas, aunque simétricamente distribuidas cuando se las ve desde lo alto del acantilado, están sin embargo separadas por profundos golfos y crestas espumeantes para el nadador que se debate entre ellas. Hay que correr el riesgo de todos modos; hay que dar la primera pincelada.
Con una curiosa sensación, sintiéndose empujada y retenida al mismo tiempo, adelantó el pincel, con rapidez y decisión, hasta apoyarlo sobre la tela. Un temblor marrón dejó sobre el lienzo blanco una señal de movimiento. Luego repitió el gesto una segunda y una tercera vez. Mediante pausas y temblores alcanzó un ritmo de danza, como si las interrupciones fuesen una parte del ritmo y las pinceladas otra, ambas relacionadas; de ese modo, por medio de pausas y de pinceladas ligeras, rápidas, Lily cubrió el lienzo de nerviosas líneas marrones en movimiento que, apenas trazadas, encerraban un espacio (cuya importancia sentía crecer a cada momento). En el hueco de una ola veía la siguiente, alzándose cada vez más alta por encima de la primera. Porque, ¿qué podría ser más formidable que aquel espacio? Allí estaba de nuevo, pensó, retrocediendo para mirarlo, apartada de las conversaciones intrascendentes, apartada de la vida, separada de la gente y en presencia de su antiguo y formidable enemigo personal: aquella otra cosa, aquella verdad, aquella realidad, que de repente se apoderaba de ella, que surgía desnuda por detrás de las apariencias y exigía su atención. Lily se sentía dispuesta y reacia a medias. ¿Por qué tenía siempre que quedarse sola y ser arrastrada? ¿Por qué no se la dejaba en paz, por qué no dedicarse a hablar con el señor Carmichael en el jardín? Se mirara como se mirase, se trataba de una relación agotadora. Otros objetos venerables se contentaban con la veneración; hombres, mujeres, Dios mismo, todos permitían que el fiel se postrara de rodillas; pero aquella realidad, aunque sólo se tratara de la forma de una pantalla blanca por encima de una mesa de mimbre, exigía un combate perpetuo, desafiaba a una confrontación de la que inevitablemente se salía derrotado. Antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, Lily pasaba siempre (no sabía si achacarlo a su manera de ser o si era consecuencia de su condición de mujer) por unos instantes de desnudez en los que parecía un alma non nata, un alma separada del cuerpo, que se debatiera en alguna cumbre ventosa, expuesta sin protección al azote de todas las dudas. ¿Por qué lo hacía entonces? Contempló el lienzo, levemente rayado por líneas en movimiento. Lo colgarían en los dormitorios de los criados. O lo enrollarían y acabaría debajo de un sofá. ¿Qué sentido tenía hacer aquello? Oyó una voz diciendo que no sabía pintar, diciendo que era incapaz de crear, como si estuviera atrapada en una de esas corrientes habituales que, al cabo de cierto tiempo, la experiencia forma en la mente, de manera que las palabras se repiten sin saber ya quien las dijo por vez primera.
No saben ni pintar ni escribir, murmuró monótonamente, meditando, inquieta, cuál debería ser su plan de ataque. Porque los volúmenes se alzaban ante ella, sobresalían, sentía su presión en los ojos. Luego, como si ya hubiera segregado espontáneamente la sustancia necesaria para lubrificar sus facultades, empezó, insegura, a mojar el pincel entre los azules y los ámbares, moviéndolo de aquí para allá, aunque ahora resultaba más pesado y avanzaba más despacio, como si se acompasara con algún ritmo que Lily recibía al dictado (seguía contemplando el seto y el lienzo) de las cosas que veía, por lo que si bien su mano se estremecía de vida, aquel ritmo era lo bastante fuerte para arrastrarla con él en su corriente. Y al mismo tiempo que perdía conciencia de las cosas exteriores, así como de su nombre, su personalidad y su aspecto, y de si el señor Carmichael estaba o no allí, su mente seguía arrojando a la superficie, desde lo más profundo, escenas, nombres, frases, recuerdos e ideas, como una fuente arroja líquido, sobre aquel resplandeciente espacio blanco, espantosamente difícil, mientras ella lo moldeaba con verdes y azules.
Se acordó de que Charles Tansley solía decir que las mujeres no sabían ni pintar ni escribir.

Woolf, Virginia: Al faro, Alianza, Madrid, 2006, 184-187

a coro

Paul Klee- Paysage aux oiseaux jaunes (1923)
Paul KleePaysage aux oiseaux jaunes (1923)

«Al principio, los pájaros cantaban a coro», dijo Rhoda.  «Ahora la puerta de la cocina se abre. Se van volando. Se van volando como el puñado de semilla que lanza el sembrador. Pero hay uno, solo, que canta junto a la ventana del dormitorio.»

Woolf, Virginia: Las olas, Lumen, Barcelona, 2005, p. 11

María Negroni

Improvisaciones en babel

 

al estilo de cendrars o del franco alsaciano arp
que posaban de
políglotas

enamorada de las palabras que acentúan
lo inentendible o verosímil

en aras de pequeñas
desorientaciones
imprescindibles

querida:

exponerse por ahí es verdad que luce el gesto / pero fluctuar entre
representar algo y ser eso / ha sido tarea de cíclopes / desde mary
carmichael para acá.
lo que sucede en el n° 3 de mercer street /
(hay un museo holográfico) / no entra en el atadito de sus cosas / y
el calor y la violencia de un corazón de poeta / negocian desde siempre
mal con el cuerpo.
me pregunto / si no tirarse por la ventana
cual anónima / que no pudiera caminar hasta londres bastaría / o si la
guerra con su destino es el leit motiv del canto.
te escucho hablar / como si escribieras tu
epitafio / como si lo hicieras adrede.

(a Virginia woolf)

 

Virginia Woolf

faro

Al faro

-Si el tiempo es bueno, por supuesto que iremos -dijo la señora Ramsay. Pero tendréis que levantaros con la aurora -añadió.

Fue muy grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era cosa segura y que la maravilla que anhelaba desde hacía tanto tiempo -años y años, se diría- se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de una mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimieto de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad supraterrena a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría.

Virginia Woolf: Al faro, Madrid, Alianza, 2006, p. 9