Ángeles Santos: Un mundo (1929)
…
Prólogo del tiempo que no está en sí
I
Nada estaba previsto.
Todo era inminente.
II
Un día después de un tiempo inmemorial,
mientras el cielo se movía de pie,
de un ojo a otro;
y se pensaba de un corazón a otro
en las ciudades,
el orden del vacío preparaba
una palabra que no sabía su nombre.
(La palabra, aquella, del tamaño del aire).
III
También, potencia descansada, el viento,
alzado tumbador de estrellas,
desde el trueno que escucho sin memoria
esclarecer para contar sus ángeles,
rasgaba los templos ardorosos.
IV
También un toro, sí, también un toro pálido
tenía la cara terrenal
y con su grande uña cardial golpeaba el mundo.
V
Los ríos conjugándose, ordenándose en sílabas de agua,
trasoían su límite de peces y de fuego.
VI
Apenas se escribían los frutos y los niños,
con el palote antiguo que reunía los verbos
antes en libertad, acéfalos, sin vías
en la ruta de una mañana eterna.
VII
La noche se soñaba su figura de mayo.
¿Cómo sería su verde partiendo de las hojas?
¿Cómo sería su verde ya cercano
a tan claro designio de laureles
y razonado en pétalo profundo?
Quería una palabra para escuchar su color en la noche.
VIII
Los ángeles buscaban un cuerpo para el llanto,
con el sexo menor posado en una lámpara,
y su peinado, apenas pronombre de las olas.
IX
Las islas navegaban rumbo un pueblo de cobre,
madurando en peceras su sol de porcelana,
mas noche y día las encontró en la arena,
con el oído al pie de la colmena,
y con sus musgos dando su lámpara ordenada
X
Más allá de su arrullo, a un año de sus vísceras amadas,
el arpa desataba su sonrisa, sus tálamos nacientes.
Era ya necesario organizarle la cuerda
y la estatura que crecían a la altura del álamo;
pronto entraría
en sus obligaciones de armonía.
XI
Allá en su edad,
-seca, sin fin memoria de la nieve-
el frío creaba su niñez.
Nadie sabía si era un quelonio mortal,
o el corazón sin fecha de un anillo perenne.
Todos lo amaban y lo confundían
con su asonancia de oro sembrado en el desierto.
Ya lo anunciaba la ciudad llena de cosas jóvenes.
Un día vendría el relámpago a soplarle los hombros,
un huracán liviano lo llevaría consigo;
desde entonces el frío resonaría
con los que lo olvidaron hace siglos,
hace nueve sollozos de abejas insepultas.
XII
El océano sólo era una larga presencia de caballo
alrededor del mundo,
y el caballo era, apenas, un labio descifrado
y perdido de súbito,
sal,
víspera del agua,
ingrávida y solemne.
XIII
Los cristales designaban unánimes costumbres y gestiones:
el humilde epídoto trepaba por el cuarzo
con gecónida pata;
y el cistal de roca en su perímetro oscilante,
rehuía los contactos con el hierro,
y al pasar por coléricos destellos,
se afirmaba sin mancha.
XIV
Corderillos adentro, mariposas adentro,
dándole honor al polvo,
colmándolo de azules convenciones y seres imprevistos,
se fundaba la gracia carnal de las ciudades.
XV
La abeja resumía en su seno de virgen prematura,
la abreviada dulzura de un padre inagotable.
XVI
Era la paz primera que nadie repetía.
Andaba ya un gran hueso buscándose al oído,
de la mañana al bronce, de la noche a los ciervos.
XVII
Era la infancia de Dios,
cuando hablaba con una sola sílaba,
y seguía
creciendo en secreto.
Eunice Odio: El tránsito de fuego, ediciones Sin Fin, Barcelona, 2019, pp. 45-49.