Relieve mostrando a Psamético. Tumba de Pabasa en Tebas
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Humillaciones infligidas a Psaménito. Muerte del monarca egipcio.
Diez días después de haberse apoderado de la fortaleza de Menfis, Cambises, para afrentar a Psaménito, el rey de los egipcios, que había reinado seis meses, le obligó a tomar asiento en las afueras de la ciudad; le obligó, digo, a tomar asiento en compañía de otros egipcios, y puso a prueba su entereza haciendo lo siguiente: mandó ataviar a la hija de Psaménito con ropa de esclava y la envió con un cántaro a por agua; y, asimismo, hizo que la acompañaran otras doncellas que escogió entre las hijas de los cortesanos más insignes y que iban ataviadas igual que la del rey. Pues bien, cuando las doncellas, entre ayes y sollozos, pasaron ante sus padres, mientras que todos los demás, al ver a sus hijas afrentadas, prorrumpían también en exclamaciones y sollozos, Psaménito, al ver y reconocer ante sí a su hija, fijó sus ojos en el suelo. Una vez que las aguadoras hubieron pasado, Cambises le envió acto seguido a su hijo, en compañía de otros dos mil egipcios de su misma edad, con un dogal anudado al cuello y un freno en la boca. Los llevaban a expiar el asesinato de los mitilenos que habían perecido en Menfis con su nave; esa era, en efecto, la sentencia que habían dictado los jueces reales: como represalia, por cada persona debían morir diez egipcios de la nobleza. Entonces Psaménito, al verlos desfilar ante él y aún comprendiendo que a su hijo lo conducían a la muerte, mientras que los demás egipcios que estaban sentados a su lado rompían a llorar y se desesperaban, mantuvo la misma actitud que en el episodio de su hija.
Pero, cuando los jóvenes habían terminado de pasar, ocurrió que un individuo, entrado ya en años, del círculo de los que compartían su mesa, que se había visto privado de sus bienes y que no tenía más recursos que los de un pordiosero, por lo que iba mendigando a las tropas, pasó por al lado de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios que estaban sentados en las afueras de la ciudad. Entonces Psaménito, al verlo, rompió a llorar desconsoladamente y, llamando a su amigo por su nombre, comenzó a golpearse la cabeza. Como es natural, allí había gardias que daban cuenta a Cambises de todo lo que el egipcio hacía al paso de cada grupo. Extrañado, pues, ante su actitud, Cambises despachó un mensajero, que lo interpeló en los siguientes términos: “Psaménito, tu señor Cambises te pregunta: ¿por qué razón no prorrumpiste en exclamaciones ni en sollozos al ver a tu hija afrentada y a tu hijo camino de la muerte y, sin embargo, te has dignado a hacerlo por ese mendigo que, según se ha informado por terceras personas, no guarda parentesco alguno contigo?”. Esa fue, en suma, la pregunta que le formuló. Y, por su parte, Psaménito respondió como sigue: “Hijo de Ciro, los males de los míos eran demasiado grandes como para llorar por ellos; en cambio, la desgracia de un amigo, que ha llegado al umbral de la vejez sumido en la pobreza después de haber gozado de una gran prosperidad, reclamaba unas lágrimas”. Cuando esta respuesta fue transmitida por el mensajero, consideraron que era muy atinada. Y, al decir de los egipcios, Creso entonces se echó a llorar (pues se daba la circunstancia de que él también había acompañado a Cambises a Egipto), lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes, y el propio Cambises se sintió invadido de un sentimiento de piedad, por lo que, sin demora, ordenó que rescataran al hijo de Psaménito del grupo de los que estaban siendo ejecutados, y que sacaran al monarca de las afueras de la ciudad y lo condujeran a su presencia.
Pues bien, los que fueron en su búsqueda ya no hallaron con vida al muchacho, puesto que había sido ejecutado el primero; a Psaménito, en cambio, lo trasladaron, llevándolo a presencia de Cambises. Allí vivió en lo sucesivo sin sufrir la menor violencia.
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Heródoto: Historia, Libro III, Gredos, Madrid, 2000, pp. 39-43
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La historia de Psaménito, recogida siglos más tarde por Montaigne, merece aún una anotación de Walter Benjamin en El narrador. Esta historia, afirma Benjamin, «aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días».
Aún hoy sigue sorprendiéndonos que la respuesta de Psaménito a Cambises lograse suscitar el llanto del auditorio: de Creso, de los persas y que llegase a penetrar en el mismo Cambises, de modo parecido a como en las comedias consigue contagiarse la risa. Entonces cobra fuerza una de las apostillas que hace Benjamin a la historia: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor». Papel éste que acaba tomando el propio Psaménito para el auditorio.
Lo cierto es que no abundan historias de hombres que, ejerciendo el poder (nobles, gobernantes, reyes), se muestren llorando en público; pero aún en su escasez, estas historias son objeto de atención, estudio, y a la postre, enseñanza. Sin embargo, son difícilmente explicables, cuando no simples anomalías. Entre todas ellas, la historia de Craso -referida por Hugo von Hofmannsthal en La carta de Lord Chandos-, ese hombre que, llorando la muerte de su morena -pez en igual medida voraz y feo-, lloraba por nada. He aquí la norma.